A Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea desde hace dos años, le ha aparecido otro muerto en el atestado armario en el que acomoda su largo pasado como primer ministro y ministro de Finanzas de Luxemburgo, ese pequeño país centroeuropeo que opera como paraíso fiscal en el corazón de la UE y de la eurozona. Será una nueva prueba para la moralidad, la integridad y la ética de ese proyecto en crisis llamado Europa.
Amazon, la multinacional de comercio electrónico que preside Jeff Bezos, también propietario del The Washington Post, presentó en el 2012 una demanda contra una reclamación de la hacienda de EE.UU., el IRS, por importe de 1.350 millones de euros. En la instrucción de ese caso, el IRS ha divulgado que los ejecutivos del área fiscal de la multinacional se reunieron con Juncker justo cuando la empresa estaba haciendo los preparativos para instalar en Luxemburgo una filial clave para reducir al mínimo el pago de impuestos en EE.UU. y el resto del mundo, según ha informado la revista Newsweek.
El plan fiscal de Amazon recibió el nombre interno de Goldcrest (Reyezuelo, un pequeño pájaro cantor con una corona dorada sobre su cabeza) y para su elaboración contó, según la Agencia Tributaria norteamericana, con la cobertura política de Juncker. El esquema es ya un clásico. Entre el laberinto incomprensible de sociedades con las que opera en el mundo, Amazon escoge una establecida en Luxemburgo a la que traspasa derechos y activos inmateriales, especialmente desde EE.UU. A partir de ese momento, esa sociedad, Amazon Europe Holding Technologies, comienza a cobrar a las comerciales de Amazon en el mundo elevadas cantidades por el uso de esos activos y en concepto de derechos (copyright). Para muchas agencias encargadas de recaudar tributos, este un mecanismo para aflorar los beneficios en Luxemburgo, donde en muchos casos pagarán como máximo el 1%.
Las reuniones entre Juncker y los ejecutivos fiscales de Amazon se produjeron en septiembre del 2003, cuando aquel ejercía de primer ministro y responsable de Finanzas de Luxemburgo. Estaba además a las puertas de asumir, un año más tarde, la presidencia del Eurogrupo, el conjunto de los ministros de Finanzas de la eurozona.
Lo trascendente de esas revelaciones es que cuando, muchos años después, en el 2014, se difundió (Luxleaks) que Luxemburgo había acordado estructuras fiscales con impuestos de risa con un nutrido grupo de multinacionales a cambio de que se instalaran en el principado, el campechano Juncker , ya presidente de la Comisión Europea, se defendió asegurando que él de eso no sabía nada, pues las autoridades fiscales de su país son independientes y no toleran interferencias ministeriales. Con tan peregrino argumento, y la complacencia cómplice de los conservadores europeos, salvó su presidencia de la Comisión Europea y a otra cosa.
Así pues, lo recogido en la demanda judicial que se sigue en la ciudad de Seattle (Washington) cuestionaría radicalmente las escapistas afirmaciones del político luxemburgués.
Lo trascendente del asunto es que los pactos fiscales del gobierno de Juncker con las grandes multinacionales han significado cuantiosas pérdidas de ingresos para las haciendas de la mayoría de los países europeos. Aún ahora colean los conflictos entre esas compañías y las inspecciones de varios países europeos, cuando no hay causas judiciales abiertas.
Cuando llegó la crisis del euro desde la colina del Partenón, a partir del 2010, Juncker, en su calidad de jefe del Eurogrupo, no tuvo problemas en exigir dolorosos ajustes fiscales a los deprimidos países del sur de la eurozona, Grecia, Portugal, Italia y España, además de Irlanda. Gracias a su buen humor, Juncker inmortalizó para la historia la tensión de aquellos días en la divertida foto en la que bromeaba sujetando el cuello del ministro español de Economía, Luis de Guindos, de quien esperaba ansioso el anuncio de nuevas medidas de ajuste. Habría sido útil contar entonces con los recursos que las compañías por él protegidas hurtaban al fisco de los países con problemas.
Pero en Europa estas cosas no acostumbran a pasar factura. Igual que el comisario español, Miguel Arias Cañete, todo se arregla entre iguales, en deliberaciones no abiertas al público y con resultados siempre favorables a quienes están bajo sospecha. Y cuanto más importante es el cargo, más protección se le dispensa.
Una ignominia en la máxima magistratura ejecutiva de la Unión Europea, su Comisión, que se suma a la del fichaje de su antecesor en el cargo durante una década, José Manuel Durao Barroso. El portugués, que tiene derecho a una pensión vitalicia de 18.000 euros mensuales, será el presidente de la filial londinense de Goldman Sachs, la más importante después de la casa madre en Nueva York. Se instalará en Londres, que en algún momento dejará de ser territorio de la UE, y trabajará para que su nuevo patrón no padezca las consecuencias del Brexit.