El crecimiento de las naciones y la política económica según Acemoglu
Casi todos los años enseño en Pensylvania, mi universidad, un curso de licenciatura sobre crecimiento económico. El primer día de clase, para motivar a los alumnos, presento una serie de ejemplos para convencerles de que, como hace tiempo dijo Robert Lucas tan elocuentemente, una vez que uno empieza a pensar sobre el crecimiento de las naciones, es difícil pensar en ninguna otra cosa. Mi ejemplo favorito, por muchos motivos, trata de Cuba y de España. Empiezo preguntado, ¿Qué país tenía una renta per cápita más alta en 1955? ¿Cuba o España? La respuesta sorprende a muchos: Cuba. Según Maddison (2004), la referencia más reconocida internacionalmente sobre comparaciones de riqueza, la renta per cápita en España en 1955 era de 3.085 dólares de 1990 (aquí me refiero a dólares internacionales de Geary-Khamis, que intentan reflejar una paridad adquisitiva entre los distintos países) mientras que en Cuba era de 3.249. Esta observación no debería sorprendernos porque, a fin de cuentas, muchos tenemos familiares o conocidos que emigraron de España a Cuba durante las primeras décadas del siglo XX. ¿Por qué selecciono 1955 como año de referencia? Porque, a partir de 1956, la experiencia de política económica de España y Cuba divergen de manera aplastante. Tras varias vicisitudes, Ullastres y Navarro Rubio entran en el gobierno de España en 1957 y comienzan a seguir la senda que lleva hasta el Plan de Estabilización de 1959 y el boom económico de los 60. Cuba, en comparación, ve aparecer una guerrilla a finales de 1956 que termina tomando el poder en 1959 e instaura una economía centralizada. Así, mientras España opta por el mercado y la propiedad privada, Cuba prefiere la planificación y la propiedad colectiva. ¿Cuál es la situación actual después de 50 años de experiencia? Resulta difícil saberlo con exactitud por la reticencia del Gobierno cubano a mostrar sus cuentas, pero, de nuevo siguiendo a Maddison, en 1998 (el último año para el que ofrece datos), la renta per cápita en España se había multiplicado casi por cinco, para llegar a 14.227 dólares de 1990, mientras que la renta per cápita en Cuba había caído a 2.164 (dado el crecimiento económico en España desde 1998, la diferencia es probablemente aún mayor). ¿Cómo y por qué han divergido Cuba y España de manera tan brutal?
Los economistas intentan explicar estas diferencias a dos diferentes niveles. En el primero, que Daron Acemoglu –profesor en el MIT, autor de los dos libros aquí reseñados y una de las estrellas jóvenes más importantes del panorama de la economía contemporánea–, llama de las causas próximas, nos fijamos en factores como el grado de respeto a los derechos de propiedad, el cumplimiento de los contratos, la acumulación de capital o el crecimiento tecnológico. Sobre estas causas próximas sabemos mucho, tanto a nivel teórico como empírico. El primero de los libros que aquí nos ocupa,Introduction to Modern Economic Growth, recopila todo este acervo de conocimiento en una síntesis envidiable tanto por la calidad de la exposición como por la cobertura enciclopédica de temática, y que hace que esta obra destaque muy por encima de los otros manuales de crecimiento económico existentes en el mercado. En más de mil páginas, Acemoglu revisa la evidencia empírica, la teoría neoclásica del crecimiento, la literatura de crecimiento endógeno, a la que él ha contribuido de manera notable, y la relación entre comercio internacional, difusión tecnológica y desarrollo.
Cuando terminamos el libro, hemos aprendido que, cuando los derechos de propiedad son respetados, el sistema jurídico funciona, se puede comerciar internacionalmente y no existen barreras legales o de facto a la acumulación de capital y la adopción de nuevas tecnologías, los países crecen mucho y muy deprisa. Por tanto, el crecimiento de España y el estancamiento de Cuba encajan perfectamente en nuestro marco conceptual, y no deberían de asombrar a nadie.
Si bien todo esto es importante saberlo, y absolutamente todos los economistas interesados en crecimiento económico deberían ir corriendo a su librería favorita a comprar el libro de Acemoglu para actualizarse en sus conocimientos, o simplemente para disfrutar de cómo piensa un economista de primer orden, en un sentido preciso, la respuesta de las causas próximas no es particularmente profunda (aunque no tan obvia como nos pensamos, sólo hace falta preguntarles su opinión a científicos sociales de otras áreas distintas de la economía para descubrir una visceral desconfianza hacia las recetas de nuestra ciencia). Lo realmente importante es entender por qué ciertas sociedades crean las condiciones antes descritas para el crecimiento económico y otras no, por qué España ha decidido organizar su vida económica alrededor del mercado y Cuba lo ha rechazado. Esto es lo que Acemoglu llama las causas fundamentales del crecimiento económico.
Este segundo nivel de explicación es terreno mucho más desconocido porque nos obliga a aventurarnos en temas como las decisiones políticas de las naciones, la ideología o la cultura, en los que los economistas siempre nos hemos sentido más incómodos. Pero es precisamente en este terreno donde Daron Acemoglu, junto con varios colaboradores –en particular con James Robinson, profesor de ciencia política en Harvard, el coautor del segundo libro aquí comentado, Economic Origins of Dictatorship and Democracy–, nos ha regalado algunas perlas de conocimiento.
La idea principal de Acemoglu y Robinson es que, en toda sociedad existen conflictos inherentes acerca de cómo repartir los bienes presentes y futuros. Los distintos grupos sociales intentan crear instituciones o manipular las existentes para maximizar su renta. Fruto de esta interacción entre grupos, surgen unas estructuras colectivas que reflejan los intereses de aquellas secciones de la sociedad más poderosas (por número o por influencia), intereses que en muchas ocasiones están enfrentados al crecimiento económico. Por ejemplo, la España de finales del siglo XIX dio un cerrojazo al comercio internacional, fruto de un pacto histórico entre cerealistas castellanos e industriales vascos y catalanes, y apoyado desde los comienzos de la Restauración por un conjunto tan variado de nuestra elite política como Canovas, Romanones y Cambó. Este modelo de crecimiento retardó por décadas nuestra modernización, pero generó enormes beneficios a grupos de interés muy reducidos.
Este conflicto de intereses es especialmente agudo por la falta de mecanismos de compromiso. Imaginémonos, volviendo al ejemplo histórico anterior, que el Estado (o los otros grupos sociales) hubiese propuesto a la siderurgia vasca el siguiente pacto: bajemos los aranceles al acero importado y con los frutos del crecimiento extra, os pagaremos una cantidad aún mayor a las rentas que obtenéis de la protección (el lector se habrá dado cuenta de que no estamos sino aplicando el teorema de Coase a un problema de política económica: da igual quien tenga los derechos iniciales sobre el arancel, por medio de intercambios encontraremos la asignación eficiente). Este pacto nunca fue ofrecido, y lo más probable es que no lo fuera porque no habría sido aceptado. La razón es sencilla. Una vez que los aranceles se bajan y los empresarios pierden su poder (por ejemplo, ya no pueden paralizar la industria nacional a voluntad), el Estado no tiene ningún incentivo a cumplir su palabra (existe un tema de reputación que, aun siendo importante, ya que bajo ciertas condiciones puede crear incentivos al Estado a cumplir con su palabra, voy a obviar en interés de la brevedad). Incluso si el pago se realizase por anticipado, el Estado siempre podría recuperar estas transferencias con medidas como impuestos especiales o expropiaciones. Los empresarios entienden este problema, y por tanto se niegan a aceptar un acuerdo que, en principio, les favorecería, pero que, al obligarles a entregar su poder fáctico, les deja en una situación en la cual son presa fácil de otros grupos.
Acemoglu y Robinson construyen una rica narrativa sobre cómo la interacción de los conflictos de interés social y los problemas de falta de mecanismos de compromiso pueden ayudarnos a entender cuándo y en qué circunstancias los países caminan hacia la democracia desde una dictadura o desde el Antiguo Régimen, cuándo la democracia se consolida y cuándo retrocede. La idea fundamental es que las élites (o el dictador) prefieren mantener su poder a no conservarlo, ya que de ello obtienen importantes rentas (pensemos, por ejemplo, en la nobleza castellana obteniendo grandes ingresos de su propiedad sobre la tierra, que se remonta a sus victorias militares muchas generaciones atrás, en la Reconquista). Una democracia, en comparación, implica impuestos redistributivos (o quizás una reforma agraria o una apertura de los mercados a la libre competencia) y, por tanto, no es deseable para las élites. La mayoría de la población (que Acemoglu y Robinson llaman los ciudadanos) tiene intereses opuestos: prefiere redistribución o apertura económica, pero no dispone del poder para implementarla. Sin embargo, los ciudadanos pueden rebelarse y enzarzar al país en protestas, huelgas, o, en el caso extremo, en una guerra civil que hace perder bienestar a todos. Este temor a la revolución hace que las élites concedan derechos a los ciudadanos en forma de compartir el poder político y aceptar un cierto grado de erosión de sus rentas.
En este marco conceptual, analizar el balance de poder entre élites y ciudadanos nos ofrece un generoso conjunto de predicciones. Por ejemplo, si los ciudadanos, una vez democratizado el país, pueden expropiar una cantidad muy alta de las rentas de las élites, estas serán extraordinariamente reacias a ceder el poder, y nos encontraremos con democratizaciones tardías y llenas de sobresaltos. Si, por el contrario, las élites pueden proteger sus ingresos incluso en la democracia, serán mucho más abiertas al cambio.
Un ejemplo claro de diferencia es el grado de expropiabilidad en la actividad económica fundamental de las élites. Si estas son terratenientes, la democracia es más peligrosa: es relativamente fácil redistribuir la tierra y dársela a los jornaleros para su cultivo sin grandes pérdidas de productividad. Si, en cambio, las élites están concentradas en la industria y los servicios, la redistribución es mucho más compleja, ya que, sin el conocimiento técnico y la capacidad administrativa de las élites, estas empresas fracasan. Fijémonos por ejemplo en cómo, tras el fallido experimento del comunismo de guerra, los bolcheviques en Rusia tuvieron que dar marcha atrás en muchas de sus medidas y reincorporar, en el período de la Nueva Política Económica, a los técnicos zaristas que tan alegremente habían expulsado solo unos años atrás. Por tanto, debemos esperar que las sociedades agrarias tiendan a ser menos democráticas que las sociedades más industriales.
Esta predicción puede también ayudar a entender la experiencia histórica de España. Durante el siglo XIX, nuestra burguesía invirtió una parte considerable de su capital en propiedades inmobiliarias durante las innumerables desamortizaciones, que duraron de 1798 a 1924. Esta burguesía, así, se hizo profundamente reacia a una democratización completa del régimen liberal constitucionalista y radicalizó, en sentido contrario, a los trabajadores del campo latifundista, que se hicieron seguidores en su mayoría del milenarismo absurdo del anarcosindicalismo. Fue, en contraposición, el crecimiento económico de los 60 el que deshizo estos obstáculos, no tanto porque la mayoría de españoles se moderase ideológicamente, como argumenta habitualmente la historiografía, sino porque la transformación de España en una economía moderna hacía una transición al socialismo tan absurda que la aceptación del mercado y de una redistribución limitada a través de un Estado del bienestar era el campo natural donde élites y ciudadanos podían alcanzar un acuerdo. La sucursal del BBVA y el ambulatorio del Servicio Nacional de Salud en un mismo bloque de edificios de muchas de nuestras ciudades son la mejor prueba de este compromiso de fuerzas.
El anterior párrafo no es más que un esbozo de un proceso de cambio muy complejo y lleno de matices que no tengo aquí tiempo de elaborar, pero demuestra cómo, una vez que tenemos un marco analítico, podemos repensar la evidencia histórica desde una perspectiva novedosa. De hecho, de las muchos aspectos que agradan del libro de Acemoglu y Robinson, quizá mi favorito es cómo combinan la evidencia histórica (ambos autores son verdaderos eruditos de la literatura relevante) con la modelización formal, en una síntesis de indudable fuerza retórica y profundo impacto intelectual.
Como un ejemplo de esos matices, Acemoglu y Robinson dedican un capítulo entero, el octavo, a extender el modelo para incorporar un tercer grupo social, al que llaman las clases medias. Este grupo, a medio camino entre las élites y los ciudadanos, siempre ha desempeñado un papel determinante en los procesos de democratización, con una actitud ambivalente, algunas veces apoyando una democratización más profunda junto con los ciudadanos, otras prefiriendo a las élites como un mal menor. En aquellas situaciones donde las clases medias eran amplias y articuladas, la democratización avanzó rápidamente, no tanto por las preferencias de las clases medias (que, como vimos en la experiencia alemana de la República de Weimar, no tienen particular problema en votar por grupos extremistas) como por el hecho de que el votante mediano en un mundo con tres grupos sociales es mucho más probable que sea un miembro de estos grupos medios y, por tanto, el grado de redistribución que deseará será mucho más limitado. Las élites, por ejemplo, del Reino Unido o Francia, entendieron pronto que las peticiones de la clase media eran baratas de satisfacer y, con la democratización impulsada a menudo desde los partidos más conservadores, arrinconaron a los partidos socialistas a la marginación hasta después de la Segunda Guerra Mundial (e incluso, cuando estos ganaron elecciones en el período de postguerra, fue sólo porque se habían moderado tanto que el calificativo de socialista era más un tributo a la herencia histórica que a ninguna realidad objetiva). En aquellos países donde las clases medias eran pequeñas y desorganizadas bien se arrojaron en el bando del fascismo (Alemania e Italia) o bien alcanzaron unmodus vivendi con el movimiento obrero que llevó a generosísimos estados del bienestar (como en los países escandinavos).
Otra línea de relación entre el poder de las élites y la política económica está en el nivel de proteccionismo arancelario o las barreras a la adopción tecnológica. Si las rentas de las élites peligran con la llegada de nuevas tecnologías o con el comercio, estas resistirán todas las políticas librecambistas o favorables a la adopción tecnológica. En contraposición, las democracias, donde las rentas generadas son más pequeñas por la existencia de redistribución, pondrán en media menos barreras al comercio o a las nuevas tecnologías, observación claramente corroborada por los datos empíricos.
Todos estos casos nos hacen ver cómo, para entender las decisiones de política económica de los países, necesitamos utilizar las técnicas de la ciencia económica combinadas con una lectura fresca de la historia. Esto nos llevará a entender mucho mejor por qué unos países crecen y otros se estancan. Los dos libros de Acemoglu aquí recomendados son sitios fantásticos para que el lector interesado pueda empezar esta labor.
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http://articulosclaves.blogspot.com.es/2015/05/fracaso-de-los-paises-entrevista-con.htmlver;
http://articulosclaves.blogspot.com.es/2012/10/por-que-fracasan-las-nacionesjames.html
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