Por Lluís Rabell: "cuando la moral abstracta sumerge a la política, el fanatismo somete con frecuencia a la libertad y acaba con la democracia"
(5/03/2019)
Política y moral
Nada más legítimo que, en el curso de un juicio, la defensa ponga de relieve la integridad moral o el talante del encausado. Sin menoscabo de cuanto llegue a probarse, esos rasgos, acreditados a lo largo de una trayectoria vital, pueden ampliar la perspectiva acerca de los hechos o pesar en el ánimo del tribunal. Desde ese punto de vista, nada hay que reprochar al alegato de Oriol Junqueras, reivindicándose a si mismo y a sus compañeros, como “buenas personas”. O a la solemne intervención de Jordi Cuixart, subrayando su compromiso con la no violencia. Muchos de quienes hemos tenido un trato cercano con algunas de estas personas, ya sea en el ámbito político, sindical u otro, no dudaríamos en dar fe de sus cualidades humanas, más allá de las discrepancias ideológicas que nos separan.
Pero este juicio tiene un enorme calado político. En él se dirime algo más que una sentencia. Se está librando también una batalla por “el relato”. Es decir, por la idea que acabe haciéndose la opinión pública acerca de unos acontecimientos que han provocado – y mantienen abierta – la mayor crisis política conocida por el Estado español desde la transición. Tanto es así que algunos alegatos de las defensas parecen concebidos para levantar el ánimo de los partidarios de la independencia, y no para influir en la deliberación del tribunal. Pero, cuando el discurso sobre la bondad salta de la audiencia a la calle, surgen algunos problemas. El primero: teñir de moralidad y amoralidad un conflicto que divide gravemente a la sociedad catalana.
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Si unas personas son buenas, nobles y generosas, la causa que defienden, por extensión, debería serlo también. Y, en tal caso, ¿qué consideración merecerían quienes se opusieran al bien que ellas encarnan? Lo cierto, sin embargo, es que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Y algunas almas candorosas pueden propiciar tremendos desastres. Pero, sobre todo, ese discurso de la bondad tiene un peligroso sesgo excluyente. El independentismo ha usado y abusado de determinadas equivalencias – “esto va de democracia”– e incluso ha establecido un perímetro de la auténtica catalanidad, fuera del cual se situaban los adversarios de la secesión. No saldremos del atolladero hasta que consigamos debatir los proyectos políticos en términos racionales y no emocionales. Tan bondadosos o abyectos pueden ser quienes defienden la independencia como quienes combaten esa perspectiva. Tan catalanes y demócratas son, a priori, unos como otros. Y tan merecedor de ser tomado en consideración el anhelo de quienes fueron a votar el 1-O – y resultaron apaleados – como la opinión de quienes rehusaron acudir a una convocatoria percibida como de parte y carente de garantías democráticas.
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Desde luego, el prolongado encarcelamiento de los líderes independentistas y los términos en que se plantea su enjuiciamiento no ayudan a serenar los ánimos, ni a superar el clima de crispación. Pero tampoco lo hacen los relatos que incitan a abordar las cosas desde una pretendida superioridad moral. La política, arte de gestionar y transformar la convivencia humana, necesita el sustento de la ética y la moral, entendidas como un sistema de principios y valores que informan la acción individual o colectiva. No debería haber política sin moral. Pero, cuando la moral abstracta sumerge a la política, el fanatismo somete con frecuencia a la libertad y acaba con la democracia.
La época en que vivimos, la del capitalismo globalizado, es profundamente amoral, reflejo de una sed insaciable de acumulación y de expansión que pugna por desbordar todos los diques de la civilización, las conquistas sociales y los derechos democráticos, hasta invadir las esferas más íntimas de la vida. El régimen de la desigualdad, de la desposesión violenta y la contaminación del planeta; el sistema que se nutre de guerras y nuevas esclavitudes, ha inoculado en nuestra sociedad el desprecio hacia los valores y principios que suponen un freno a la alocada competición de todos contra todos – una lucha denodada que redunda en el poder de un puñado de ricos sobre el conjunto de la humanidad.
En esta época, más que nunca, se hace necesario reivindicar una moral de la clase trabajadora. Una moral que hunde sus raíces en las propias condiciones materiales de existencia de los oprimidos y cuyos contornos dibuja la lucha por la emancipación. La política de la izquierda sólo puede ser tal en una tensión constante: sólo la verdad sobre las causas de su situación eleva la consciencia de los explotados; sólo la solidaridad les permite vencer prejuicios y elevarse sobre su condición; sólo el pensamiento crítico, la libre discusión, el respeto mutuo, el rechazo de los privilegios ancestrales de los hombres sobre las mujeres… les permiten progresar, dejar atrás supersticiones y falsas autoridades, forjar liderazgos, organizarse… adueñarse, en suma, de su propio destino.
A pesar de que las tragedias del siglo XX hayan embarrado en sangre y lodo las más nobles referencias, esos son los auténticos fundamentos de una moral transformadora. Una moral imprescindible para que las clases populares, hoy fragmentadas y dispersas, puedan reconocerse a si mismas e impulsar, a través de las izquierdas, un nuevo modelo de sociedad, de gobierno y de cooperación entre los pueblos. Esa moral no se basa en la pretensión de superioridad de una parte de la sociedad sobre el resto, sino en la voluntad de transcender la crisis histórica de la humanidad – un tránsito que el desarrollo cultural, científico y tecnológico ha puesto ya a la orden del día.
Esos principios tienen una traslación práctica. Y tienen mucho que ver con el compromiso de la izquierda con la democracia. El celebrado discurso de Joan Coscubiela sobre la “Ley fundacional de la República”, el 7 de septiembre de 2017, es buen ejemplo de ello. Hubo quienes, entre los propios dirigentes de nuestro espacio político, se asustaron, desconcertados, al ver las bancadas de Ciudadanos y del PP, puestas en pie, aplaudiendo a rabiar aquella intervención. (El independentismo vio esos aplausos, una vez más, como la confirmación moral de la bondad de su deriva: “Sólo la caverna puede aplaudir a quienes se oponen a nuestros planes”). Ni uno ni otros entendían gran cosa de lo que estaba sucediendo. Que los aplausos fuesen un sincero desahogo emocional tras horas de tensos debates o bien un gesto oportunista, resulta algo totalmente irrelevante y sólo impresiona a gente con escaso temple. La defensa de los derechos de la oposición, pisoteados aquel día por la mayoría independentista, significaba, en términos inmediatos, la defensa de los derechos de representación de nuestro propio grupo parlamentario, del grupo socialista y de los partidos de derechas “constitucionalistas”. Pero, más allá de esas fuerzas, se trataba de la defensa de una democracia en la que no cabe el poder ilimitado de la mayoría, en que ningún “mandato popular” laautoriza a barrer derechos, ni a ignorar las leyes que los consagran. En suma: una democracia que, de verse subyugada, deja desprotegidos a los más débiles, a los sectores sociales más vulnerables, a quienes más necesitan el amparo de un Estado de Derecho. Aplaudiese quien aplaudiese y aunque le temblasen las piernas a algún amigo, aquel día, los principios democráticos y los valores del movimiento obrero los encarnó el portavoz de CSQP.
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El movimiento de emancipación social forja sus ideales en la lucha por una igualdad efectiva de derechos y deberes. Quienes nos hemos opuesto a la prisión provisional abusiva – y estimado desproporcionados los cargos de rebelión o de sedición -, no lo hemos hecho en función de consideraciones acerca de la calidad moral de los encausados, sino de su derecho inalienable a un juicio justo y una sentencia ecuánime. Porque, más allá del padecimiento que para ellos y sus allegados supondría que eso no fuese así, la injusticia repercutiría sobre toda la sociedad. Enquistando un conflicto de naturaleza política que requiere ser encauzado por las vías del diálogo. Pero, también, generando un precedente amenazador para los derechos de toda la ciudadanía.
Ni política sin moral, ni moral en lugar de política.
Lluís Rabell(5/03/2019)
Política y moral
Por Lluís Rabell: "cuando la moral abstracta sumerge a la política, el fanatismo somete con frecuencia a la libertad y acaba con la democracia"...Desde luego, el prolongado encarcelamiento de los líderes independentistas y los términos en que se plantea su enjuiciamiento no ayudan a serenar los ánimos, ni a superar el clima de crispación. Pero tampoco lo hacen los relatos que incitan a abordar las cosas desde una pretendida superioridad moral. La política, arte de gestionar y transformar la convivencia humana, necesita el sustento de la ética y la moral, entendidas como un sistema de principios y valores que informan la acción individual o colectiva. No debería haber política sin moral. Pero, cuando la moral abstracta sumerge a la política, el fanatismo somete con frecuencia a la libertad y acaba con la democracia.
Pero este juicio tiene un enorme calado político. En él se dirime algo más que una sentencia. Se está librando también una batalla por “el relato”