A la tercera¿ – Juan-José López Burniol (La Vanguardia)
No hay que buscar respuestas en la historia; pero esta brinda perspectivas para entender lo que pasa. Por eso hoy, cuando Catalunya y el resto de España han alcanzado cotas de desencuentro graves, puede ser útil acudir al pasado en busca de algún episodio que ayude a percibir el alcance de lo que sucede. En esta línea, es revelador repasar la compleja peripecia de un español indiscutible como Manuel Azaña: “Soy español -dijo- como el que más lo sea; pudiera haber sido patagón o samoedo, pero, en fin, soy español, que no me parece, ni en mal ni en bien, cosa del otro jueves”. Azaña quiso resolver el problema catalán desde la comprensión y el respeto, logró articular con esfuerzo una solución política, y saboreó al fin el peor de los fracasos, que es el inesperado. Hay tres etapas en su trayectoria.
En la oposición. Azaña fue, para los republicanos catalanes, “el mayor amigo de Catalunya”. Un testimonio de ello se encuentra en el discurso que pronunció en Barcelona -el 27 de marzo de 1930- durante la visita de un grupo de intelectuales castellanos a Catalunya: “Yo concibo, pues, a España con una Catalunya gobernada por las instituciones que quiera darse mediante la manifestación libre de su propia voluntad. Unión libre de iguales con el mismo rango, para así vivir en paz, dentro del mundo hispánico que nos es común y que no es menospreciable. Y he de deciros también que si algún día dominara en Catalunya otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo”. Azaña admitió entonces, como es evidente, el derecho de autodeterminación de Catalunya, sin perjuicio de apostar también claramente por la unidad de España.
En el Gobierno. La posición de Azaña como presidente del Gobierno de España se halla en su discurso al Congreso de 27 de mayo de 1932, el más importante de su vida, en el que apeló a la razón política. Comenzó así: “Una gran parte de la protesta contra el Estatuto de Catalunya se ha hecho en nombre del patriotismo”, pero “nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada”. Dicho lo cual, centró la cuestión: el problema es “conjugar (¿) la voluntad autonomista de Catalunya con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República”. Su conclusión es clara: “¿Y ahora se pretende que sigamos (¿) con el unitarismo absorbente y de asimilación? Jamás”. Por tanto, “se votan los regímenes autónomos en España, primero para fomento, desarrollo y prosperidad de los recursos morales y materiales de la región, y, segundo, por consecuencia de lo anterior, para fomento, prosperidad y auge de toda España”. Razón por la que esta política “es una política de libertad, esencia de la República; es una política españolista, de restauración de España”. La ética de la responsabilidad moduló el pensamiento de Azaña gobernante, haciéndole buscar una salida transaccional como es la estatutaria, a medio camino entre el unitarismo absorbente y asimilista, y el derecho de autodeterminación.
En la guerra y el exilio. La visión de Azaña sobre Catalunya experimentó una radical transformación tras las elecciones de 1936, que ganó el Frente Popular y le llevaron a la presidencia de la República. Es fácil rastrear este cambio. En el Cuaderno de la Pobleta (31 de mayo de 1937) dice que han sido muchas “las pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de “chantajismo” que la política catalana de estos meses ha dado frente al Gobierno de la República”. En el artículo “Catalunya en la guerra” insiste en que “producido el alzamiento de julio de 1936, nacionalismo y sindicalismo, en una acción muy confusa, pero convergente, usurparon todas las funciones del Estado en Catalunya. No sería justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en ejecución una iniciativa propia”. Y en el artículo “La insurrección libertaria y el eje Barcelona-Bilbao” concluye que “nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen autoritario y asimilista o bajo un régimen autonómico, la cuestión catalana perdure como un manantial de perturbaciones”. No es “una cuestión artificial”, sino que “es la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español”. Parece como si Azaña renegase de su definición del problema catalán como un problema político y se aproximase al diagnóstico de Ortega: “Un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar”.
Es cierto que, al recuperar la democracia, se intentó de nuevo solucionar el problema catalán con la creación del Estado autonómico. Y a la vista está que no se ha conseguido. Pero hay que evitar el derrotismo y recuperar la visión del mejor Azaña: no estamos ante un destino fatal, sino ante un problema enquistado, de difícil pero no imposible tratamiento. Siempre que la solución propuesta no eluda ninguna de las opciones posibles y se fundamente en la libertad. A la tercera va la vencida¿
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