Cataluña en España
Antes del 'procés', la carga de totalitarismo horizontal estaba ya preparada, y nada tiene de extraño que acabara resurgiendo enfrente el nacionalismo del tipo Acción Española
La historia por sí misma no resuelve nada, pero por lo menos arroja luz sobre los problemas actuales. Volviendo a esa propensión insurreccional de los catalanes, cabe aplicar la máxima de que si el río suena, agua lleva; esto es, que cabría valorarla como síntoma muy significativo de un problema de fondo, y más si recordamos la revuelta de 1640. Verosímilmente nos encontramos ante un desajuste de larga duración entre la realidad política catalana y la forma estatal hispana, tanto en el Antiguo Régimen como en la edad contemporánea. Y como tantas veces sucede en los movimientos sociales, la tensión acumulada se activa y da lugar a la eclosión, aquí de la marea independentista, cuando circunstancias inesperadas crean la estructura de oportunidad política, como sucedió con la reforma del Estatuto y la incidencia de la crisis económica. No hubo estrictamente simetría de nacionalismos, porque el desbordamiento del orden constitucional formaba ya parte del proyecto estatutario de Maragall y la enmienda a la totalidad del PP fue rechazada. Tal asimetría resultó evidente al comprobarse el éxito movilizador del lema Som una nació en 2012 y cuando la Generalitat lanzó por su cuenta el procés. Por parte de Rajoy solo hubo pasividad. Otra cosa sucedió inevitablemente a partir de septiembre de 2017.
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España tampoco va a librarse de la simplificación, en vigor desde el catalanismo de 1900, como Estado, nunca nación; tampoco de la imagen esencialista de la España eterna. Lo cierto es que la identidad hispana arranca de muy atrás, desde que el cronista mozárabe de 754 lamenta las Spaniae ruinas y pervive con distintos acentos hasta su afirmación desde el siglo XVI. En la unión de Coronas de Castilla y Aragón no está un Estado español, aunque sí potencie una identidad española ampliamente reconocida. La trayectoria unificadora, alcanzada por la guerra desde 1714, fue propia de una "monarquía de agregación", no simplemente una monarquía compuesta; como en Reino Unido y en Francia, por distintas vías, la pluralidad se articula en torno a un núcleo central, Castilla. De ahí que agregación no acabe para España generando integración.
El proceso de construcción nacional tropieza en nuestro XIX con los estrangulamientos derivados del atraso económico. Agricultura pobre, analfabetismo, caciquismo, agonía colonial, guerras civiles y militarismo, fueron otros tantos ecos suyos, mientras el desajuste entre Cataluña y España se traduce en desfase. Lo reflejarán el enteco socialismo, el anarcosindicalismo, incluso el comunismo de la transición, y los estallidos insurreccionales, expresión de malestar recurrente. Los intelectuales catalanistas mantenían la llama sagrada de la historia convertida en mito, en torno al 1714, según cuenta Perre Vilar en sus apuntes de los años 20. Pero el calado popular no fue una invención: ya en 1842 los insurrectos gritan "¡A la Ciudadela!", para asaltar la fortaleza construida por Felipe V, y los retratos de este rey arderán en 1868. No obstante, aun cuando en noviembre de 1842 sea proclamada "la independencia de Cataluña", transitoria —curioso antecedente de futuro—, el horizonte republicano es federal, lo mismo que el grito: República volem, República tindrem.
La historia por sí misma no resuelve nada, pero por lo menos arroja luz sobre los problemas actuales
La perdida de Cuba marcó el avance decisivo, después de la exaltación patriotica que respaldó la conservación de las Antillas, con Weyler como presunto salvador. Ante el desastre, la reacción inmediata para los catalanistas consistirá en afirmarse como nación frente a España, reducida al papel de Estado opresor. Un esquema maniqueo, destinado a durar.
Las sucesivas peripecias de la política española no alterarán el esquema inicial, aun cuando varíen las expresiones políticas, comprendida la fascistización de Estat Catalá durante la República, antecedente en xenofobia de Quim Torra y su gente. Ya desde la transición, los Gobiernos democráticos de Madrid asistirán pasivos a la formación de la tormenta, a pesar de los signos de alarma que acompañaron a los debates sobre la marginación del castellano en la enseñanza y en la vida pública (esperpénticas multas por titular en español). Más que el tema en sí, importó la campaña de agresiones físicas y verbales, estas últimas por aparentes demócratas, contra quienes defendieran el equilibrio lingüístico (franquistas, lerrouxistas, botiflers, vuelta a 1714). Antes del procés, la carga de totalitarismo horizontal estaba ya preparada, y nada tiene de extraño que acabara resurgiendo enfrente el nacionalismo del tipo Acción Española. Es el más desfavorable de los escenarios, con los intereses económicos catalanes como única barrera de contención, en que puede apoyarse Pedro Sánchez.
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El péndulo oscila entre el impulso desestabilizador de las movilizaciones proindependencia que estallarán con los juicios, y las exigencias políticas y económicas de signo opuesto, casi sin defensores. Recupera actualidad el juicio de Almirall: "El odio y el fanatismo solo pueden dar frutos de destrucción y de tiranía, nunca de unión y de concordia".