Hace unos meses, tras entrevistar al portavoz de la CUP Vidal Aragonés, un influyente periodista me comentó: “Con este vamos a pasarlo bien. Le encantan las cámaras”. En sus primeras apariciones, Aragonès se excedía gesticulando y alguien debe de haber corregido su ramalazo enfático porque en los últimos días ha sabido explicarse con una eficacia sobria. Conscientes de que vuelven a ser decisivos, y después de la histeria activada por el autoexilio preventivo de Anna Gabriel (un tema que, por cierto, ha desaparecido de la parrilla informativa), la CUP ha recuperado el compás del mambo y, a través de Carles Riera (ayer en TV3), la papelera de la historia para convertir cualquier solución autonomista en biomasa. Es la moda: despreciar el autonomismo con la autodestructiva colaboración del gobierno de Rajoy y el apoyo de una nueva armada de catequistas que reescribe la historia para negar una reivindicación tan democrática como el estatuto. En un mundo de ruletas rusas, el autonomismo es demasiado realista para defenderlo con una convicción que recupere su espíritu unitario y sus avances de progreso.

Desde Bruselas, y entrevistado en El món a RAC1, Carles Puigdemont certificó la necesidad, hija del factor humano, de explicarse. Habló con un afán político y una claridad a medio camino entre la terapia y la desesperación. Denunció abusos objetivamente escandalosos, hizo insinuaciones mezquinas que cuestionan su defensa de la dignidad, toreó preguntas, exhibió sectarismo y destiló una rabia legítima amparada por el nuevo cliché dialéctico del “marco mental del represor”. Al final quedó claro que, como tantos otros damnificados por la historia, a Carles Puigdemont le preocupa más defender su parte de razón que la verdad y la realidad.

¿Y Joan Tardà? Se ha sumado (de buena fe) a la voluntad de recoser lo que (con la misma buena fe) contribuyó a rasgar. Ahora aspira a que los que lo linchan lo lean antes de condenarlo, como si no supiera que la gracia de la visceralidad virtual radica en no leer nada porque siempre resulta más fácil insultar a granel que argumentar al detalle. Pasan los meses y los años y seguimos empantanados en una diabólica ciénaga de ingobernabilidad e incompetencia, eso sí, con una vigorosa biblioteca sobre desastres fratricidas entre héroes y traidores de cara a Sant Jordi. No estamos solos. Italia perpetúa el sabotaje electoral como respuesta a una cultura política pionera a la hora de crear un problema para cada solución, como si la única conclusión posible fuera la atribuida a Leonardo Da Vinci: “La experiencia demuestra que quien nunca confía en nadie jamás se sentirá defraudado”.

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