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Es tiempo de reformas Cat y federalismo

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1.En tiempo de reformas


La Constitución necesita cambios, que deben aplicarse de forma paulatina: sistema electoral, integración europea, sucesión de la Corona y derechos sociales. Pero el más urgente, por el que habría que empezar, es el de la organización territorial

¿Es tiempo de reformas constitucionales? Lo es, sin duda, pero las circunstancias no acompañan. En efecto, la actual composición política del Congreso de los Diputados no facilita, más bien impide, los amplios acuerdos que estas reformas requieren. Probablemente tres partidos puedan entenderse para alcanzar este tipo de reformas: el PP, el PSOE y Ciudadanos. Pero otros difícilmente las secundarán, bien porque son partidarios de separarse de España, bien porque cuestionan los actuales fundamentos de nuestra democracia y pretenden iniciar un proceso constituyente sobre bases distintas a las actuales para acabar con lo que denominan “régimen del 78”. Ambos sectores —nacionalistas y populistas— coinciden, como mínimo, en un aspecto: no hay que reformar la actual Constitución, hay que destruirla. Por tanto, dado el peso que estos dos sectores tienen en la Cámara, no es fácil, quizás es más difícil que nunca, aprobar ahora reformas constitucionales.

Pero quizás, precisamente por estas dificultades, es un buen momento para hablar de ellas con tranquilidad y sin apresuramiento, ir elaborando acuerdos sustanciales para sentar las bases que configuren un amplio consenso. Esa es quizás la intención del documento Ideas para una reforma de la Constitución, que se hizo público hace unos días, elaborado por 10 catedráticos del ámbito del derecho público, entre ellos quien firma este artículo.
Los autores del trabajo consideran que es preciso modificar diversos aspectos —sistema electoral, integración europea, sucesión de la Corona, derechos sociales, entre otros—, pero que, para no cometer el reciente error de Renzi en Italia, debe procederse por partes, empezando por lo más urgente: una reforma de la organización territorial. Este modo de proceder no significa que este sea el aspecto que peor ha funcionado en el sistema político español, sino, simplemente, que es una materia inacabada, ya que, tras su impulso inicial, muy acelerado durante los primeros 20 años, el proceso ha sufrido un parón y el modelo no se ha culminado como debía.

En efecto, es a partir de este último año cuando se empezó a perder inútilmente el tiempo al acometer inútiles reformas estatutarias, primero el denominado Plan Ibarretxe y, seguidamente, el Estatuto de Cataluña de 2006, que pronto acabó transformándose en la petición de independencia. Dos caminos errados que han impedido efectuar las reformas que el sistema necesitaba.
¿Cuáles eran estas reformas? Veamos. En el año 2001, en el que se terminan los últimos traspasos de competencias en educación y sanidad, el tradicional Estado centralista se había transformado profundamente. En este año, dejando de lado los llamados hechos diferenciales (lengua, insularidad, derechos históricos, derecho civil), las competencias de las comunidades se habían igualado. Con ello podía darse por acabado el proceso de descentralización política: los poderes públicos se habían repartido ya entre el Estado central y las comunidades autónomas. Quedaba pendiente la otra vertiente de todo Estado federal: la integración de las comunidades autónomas en el conjunto del Estado. En lugar de afrontar ese paso, los nuevos estatutos se empeñaron, vanamente, en seguir el camino de una mayor descentralización, olvidando la integración. A fines de 2017 aún seguimos igual. Se han perdido 16 años y, lo que es peor, todo se ha enmarañado mucho: desde la dificultad de interpretar correctamente el reparto de competencias hasta la manifiesta deslealtad al sistema constitucional por parte de la Generalitat de Cataluña. En esta crisis institucional, los autores del documento que comentamos creen que debe procederse a una triple reforma.
En primer lugar, clarificar el reparto de competencias para evitar la conflictividad actual. Para ello se propone cambiar el método mediante el cual se asignan. En la Constitución, las competencias del Estado están fijadas en el artículo 149.1 y las que corresponden a las comunidades autónomas deben establecerse, según el artículo 149.3, en los respectivos estatutos. Ello da lugar a numerosos conflictos interpretativos, que suelen acabar en el Tribunal Constitucional y que convierten a este, en determinadas circunstancias, más en un tribunal de arbitraje político que, propiamente, en jurisdicción, su auténtica naturaleza.
La reforma debería consistir en establecer en el texto constitucional el listado de las competencias estatales —el mismo de ahora, pero revisado a la luz de la experiencia— y asignar a las comunidades todas las restantes, estableciendo así una clara igualdad entre ellas. Así, los estatutos de las comunidades regularían solo cuestiones internas de las mismas, serían una norma institucional básica, con lo cual no sería necesario que dichos estatutos fueran aprobados por las Cortes Generales, bastaría con la aprobación de sus respectivos parlamentos, y solo deberían estar controladas jurisdiccionalmente por razones de constitucionalidad.
El Senado pide una renovación sustancial para reducir los conflictos jurisdiccionales
En segundo lugar, debería procederse a la integración de las comunidades en el Estado mediante una reforma sustancial del Senado que lo convirtiera en un instrumento útil para mejorar el funcionamiento del sistema autonómico. Entre las varias posibilidades, los autores del documento parecen inclinarse por el modelo alemán de Bundesrat, es decir, una Cámara compuesta por delegados de los Gobiernos de los Länder, en nuestro caso de las comunidades, a la que se atribuyen funciones legislativas en materias que les afecten y funciones de colaboración y cooperación entre los distintos entes públicos.
Esta reforma del Senado permitiría reducir los conflictos jurisdiccionales porque antes se habrían pactado políticamente en dicha Cámara. Además, también desarrollarían otras funciones de integración como es la elección de altos cargos de organismos estatales independientes —TC y CGPJ, entre muchos otros— y fijar la posición de las comunidades en las políticas que debe defender España en las instituciones de la Unión Europea y en las cuales sean competentes las comunidades. Por otro lado, la lealtad y deslealtad de las distintas instituciones se podrían comprobar en tanto los compromisos adquiridos en el Senado serían públicos.
En tercer lugar, y en esto el documento no aporta soluciones, deberían incluirse en el texto constitucional una mayor cantidad de reglas generales en materia de financiación autonómica que limitaran la acción del legislador dentro de los actuales principios y de acuerdo con los valores de igualdad y solidaridad.
¿Son imprescindibles estas reformas? En todo caso, parecen necesarias. La Constitución aún puede dar mucho de sí y las reformas pueden llevarse a cabo también mediante leyes y prácticas institucionales. Pero estamos, sin duda, en tiempo de reformas, constitucionales o legales, eso deben decidirlo los representantes políticos. Los juristas que firman el documento solo han pretendido aportar algunas ideas para el debate.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.


https://elpais.com/elpais/2017/12/05/opinion/1512460468_178235.html


2.Tan difícil como necesaria

España vive tres crisis simultáneas: económica, política y territorial. Una reforma constitucional recuperará la confianza de los españoles en las instituciones. Parece sensato empezar intentando mejorar el funcionamiento de la España autonómica

Parece que el debate sobre la reforma constitucional se va abriendo paso. Hace unos días, un grupo de prestigiosos catedráticos de Derecho Constitucional presentaron un documento titulado Ideas para una reforma de la Constitución, que busca estimular ese debate. El documento tiene una doble virtualidad: a la calidad técnica de sus propuestas une una expresa voluntad de consenso. Como los propios autores aclararon, esas ideas son fruto de la discusión y del acuerdo entre ellos.


Cuando los socialistas planteamos en Granada una reforma constitucional, lo hicimos para salir al paso de la crisis territorial que se estaba incubando en España. Pero no sólo. Sostuve en aquellos días que nuestro país vivía tres crisis simultáneas: la socioeconómica y, en parte debido a ella, una crisis política que se traducía en una profunda desconfianza de los ciudadanos hacia nuestras instituciones; y, también, una crisis territorial que erosionaba el Estado autonómico. Hacer frente a las tres crisis exigía un sinfín de medidas de todo tipo; pero cerrarlas del todo, cauterizar sus profundas heridas, dije entonces, necesitaba una reforma constitucional. Veamos por qué.

España está todavía inmersa en una grave crisis socioeconómica. Es innegable que lo peor ha pasado, pero también es cierto que una gran mayoría de los españoles no sienten la recuperación. Es fácil de entender: según el diccionario de la RAE, recuperar es volver a tener lo que uno tuvo. Ni en derechos, ni en empleo —cantidad y calidad—, ni en prestaciones sociales se ha producido esa recuperación. Pero, además, creo que es preciso garantizar que algunas medidas que se tomaron con la disculpa de la crisis no se puedan volver a adoptar; por ejemplo, el cuestionamiento del carácter universal de nuestro sistema sanitario. Y para hacerlo, lo mejor es “constitucionalizar” ese derecho, integrar la sanidad en el capítulo de los derechos fundamentales de nuestra Constitución. Reformar la Constitución para incorporar los derechos sociales perdidos no es la única manera de recuperarlos, pero es la forma de asegurar que nunca más se van a perder.

La revisión de la Carta Magna permitiría construir un nuevo proyecto político 

Como decía, junto a la crisis socioeconómica que vive nuestro país, y agravada por ella, se ha instalado una profunda crisis política. Las causas son diversas, sin duda la corrupción es una de ellas, pero el hecho es que hoy los españoles no confían en el funcionamiento de nuestro sistema democrático. Superar esa desconfianza exige hacer reformas en muchas instituciones, empezando por los partidos políticos. Y, para ello, en algunos casos es necesario reformar nuestra Constitución. Otro ejemplo: reformar a fondo nuestro sistema electoral exige “desconstitucionalizarlo”, es decir, suprimir del texto constitucional la definición de la provincia como obligada circunscripción. Como ante la crisis socioeconómica, se pueden hacer muchas cosas para afrontar la profunda crisis política, pero algunas de las reformas que necesitamos van a exigir cambios constitucionales. 

Los acontecimientos en Cataluña han evidenciado de forma dramática la tercera crisis, la territorial, sobre la que, como acabo de apuntar, algunos veníamos hablando desde hace años. No es nueva, y tampoco es la única tensión que afecta a nuestro modelo autonómico. Las ineficacias del Estado de las autonomías, amplificadas en un contexto de graves dificultades económicas, habían hecho rememorar las viejas estructuras centralistas en determinados sectores políticos y sociales.
Nuestro modelo autonómico vive hoy dos tensiones contrapuestas, una recentralizadora y otra independentista, que no se anulan, sino que se retroalimentan. No es aventurado imaginar que la llamada hoja de ruta del independentismo catalán, unilateral y, sobre todo, ilegal, ha dado alas a aquellos que nunca simpatizaron con el Título Octavo de nuestra Constitución. Pero no sólo a ellos; muchos ciudadanos españoles piensan que en esto de la descentralización se ha ido demasiado lejos, y que lo que toca ahora es regresar. Se han podido cometer errores y, sobre todo, ha habido deslealtades, pero los que creemos que el Estado de las autonomías es uno de los logros más notables de la Constitución de 1978 debemos afirmar sus innegables ventajas: ha permitido a los españoles convivir reconociéndonos como somos, diferentes, que no desiguales, y ha propiciado el desarrollo social de muchas comunidades a las que el centralismo anterior había condenado a la miseria. La mejor forma de defender esos logros de la Constitución es abordar su reforma para, de entrada, mejorar su eficacia. Por ejemplo, clarificando la distribución de competencias entre el Estado y las comunidades; o reformando el Senado para convertirlo en una Cámara Territorial en la que las comunidades puedan participar directamente en el proceso legislativo de las normas que les afectan. También para incorporar a nuestra Carta Magna los principios de un sistema de financiación que sea transparente, justo y solidario, capaz de garantizar la igualdad de todos los españoles ante el ejercicio de sus derechos sociales básicos. En resumen, y como afirman los catedráticos a los que me refería al principio, no para definirnos como un Estado federal, sino para aplicar las mejores técnicas federales, y resolver los problemas del sistema autonómico. Una reforma para reflejar mejor las singularidades de nuestras comunidades —desde luego, de Cataluña, pero no sólo de Cataluña— que dé paso a unos nuevos Estatutos de Autonomía, en los que cada comunidad pueda recoger su organización institucional y territorial, sus normas de autogobierno.
Nuestro modelo autonómico vive hoy dos tensiones contrapuestas, una recentralizadora y otra independentista, que no se anulan sino que se retroalimentan
La lista de posibles modificaciones de nuestra Constitución no se agota en los aspectos a los que me he referido. Abordarlos todos al tiempo no es posible ni razonable en términos políticos. No podemos olvidar que, sea cual sea el mecanismo constitucional para emprender las reformas, lo más probable, dada la composición del actual del Parlamento y, seguramente, lo más conveniente es que se sometan a la decisión del conjunto de los españoles. Habrá, pues, que secuenciar y priorizar la discusión, y también la aprobación; pensar en reformas sucesivas más que en una sola reforma. Ese es el primer consenso a alcanzar. No parece insensato comenzar intentando rehacer nuestro pacto territorial para, como ya he apuntado, mejorar el funcionamiento de la España autonómica. Hacerlo en el Congreso de los Diputados, acordarlo con las comunidades autónomas y refrendarlo por los españoles, también por los catalanes, muchos de los cuales han llegado al independentismo por la inexistencia de una alternativa de cambio en nuestras normas de convivencia.
Cuarenta años después de su aprobación, se acumulan las razones para abordar una reforma de nuestra Constitución, adecuarla a una realidad muy distinta a la que alumbró el texto de 1978, y hacer frente a una crisis profundísima con graves repercusiones económicas, sociales, territoriales y políticas. Esta revisión de la Carta Magna aparece así como la oportunidad de darles a nuestros conciudadanos, sobre todo a las nuevas generaciones, un nuevo proyecto político para España. Conservando lo que mi generación hizo bien, revisando lo que no supimos hacer, y tratando de anticipar las duras exigencias que ya se vislumbran. Sé que es una empresa de enorme dificultad, pero me resisto a creer que ni siquiera seamos capaces de empezar a discutirlo.

Alfredo Pérez Rubalcaba fue secretario general del PSOE.

Cesáreo Rodríguez Aguilera,expone de forma mas precisa y clara, el tema a debatir : "Frente al confuso y abigarrado modelo actual, con tantas competencias compartidas y concurrentes, sería mucho más claro optar por el modelo clásico de lista única de competencias exclusivas federales para dejar todo lo demás a sus diferentes unidades. La otra cuestión clave es la de la financiación: el modelo español está notoriamente desequilibrado porque de hecho es federal en el capítulo d...e gastos, pero no en el de ingresos, demasiado favorable a la hacienda central. Es evidente que un replanteamiento de este tipo, para incrementar el poder fiscal territorial, exigiría estrictas reglas de confianza y lealtad, hoy rotas, además de una adecuada participación territorial en la formación de la “voluntad general” a través de una verdadera cámara de sus diferentes unidades"


3.Cataluña y la Constitución


Es necesaria una reforma de la Ley Fundamental que reafirme la centralidad

y fortaleza del Estado y el carácter nacional de ciertos territorios. El federalismo asimétrico conllevaría un Concierto económico en Cataluña similar al vasco

Si no existiera el problema de la secesión de Cataluña, la reforma de la Constitución no ocuparía la agenda de los asuntos políticos importantes. En cambio, ahora constituye el problema político más importante de España desde la muerte de Franco, y por fin lo ha visto el Partido Popular, que se ha unido a la iniciativa socialista. Razones, cuyo diagnóstico convendría analizar, llevaron a una buena parte de catalanes a pronunciarse por el derecho a decidir al margen de los cauces establecidos en la Constitución, contraponiendo, en una pirueta semántica, legitimidad a legalidad. El Gobierno, al no querer ver la evidencia durante estos últimos años, ha agrandado un problema que parece irresoluble: catalanes que no quieren seguir en España, pero que tampoco saben muy bien en qué va a consistir eso de la “independencia”; y catalanes, que quieren seguir siendo catalanes españoles, pero que no saben la forma de articular esa bipolaridad. Es como si unos jugadores hubiesen saltado a un estadio pensando, unos que iban a jugar al balonmano y otros al baloncesto, aunque en realidad el campo era para jugar al fútbol.
Cualquier persona sensata tiene la sensación, antes de analizar causas o de proponer soluciones constitucionales, de que se encuentra ante un verdadero galimatías —oxímoron— en su doble acepción, o sea como lenguaje oscuro por la impropiedad de la frase y confusión de ideas (lo de las “nacionalidades” del artículo 2 de la Constitución); o en sentido familiar como confusión, desorden, lío (Título VIII, la organización territorial del Estado, y su posterior desarrollo). Estamos, pues, en una situación en la que en nada se parece a aquella de los años en los que se afrontó, nada menos, que un cambio de régimen. Parece como si la madurez nos hubiese enloquecido y ahora quisiéramos hacer lo que entonces no quisimos —o no pudimos— hacer. Una especie de subconsciente colectivo, anclado en una historia manipulada o inexistente, nos empuja a los catalanes —y a todos los españoles— hacia un abismo del que tardaremos varias generaciones en salir y remontar. En la psiquiatría quizá encontraríamos herramientas adicionales, que no nos ofrecen ni la economía ni la política, para entender lo que nos pasa que, parafraseando a Ortega, podría resumirse en que no sabemos lo que nos pasa.
Hace 20 años, FAES me publicó un pequeño ensayo (nº 40 de Papeles de la Fundación) que se llamaba ‘Catalanismo y Constitución’. Después de más de cuatro lustros y en circunstancias muy diferentes tanto personal —entonces era diputado en el Congreso— como colectivamente —gobernaba el PP en minoría con el apoyo de los nacionalistas catalanes, vascos y canarios— llegaría a las mismas conclusiones, que resumo:

1. Cataluña es una nacionalidad —cualidad de ser de una nación— según la Constitución española.
Al no querer ver la evidencia, el Gobierno ha agrandado un problema que parece irresoluble
2. Cataluña es una comunidad mucho más antigua que la creación de los Estados-naciones. Por tanto, su reconocimiento viene implícito en su propia historia; constituye una cuestión metajurídica, que está dentro de lo que puede denominarse constitución interna del Estado.
3. La soberanía, según la Constitución, reside en el pueblo, en todo el pueblo español. Es indivisible e intransferible. En cambio, la autonomía de las regiones y nacionalidades puede ser tan amplia como se quiera, incluso con aquellas competencias exclusivas del Estado.
4. Me refería entonces a la “soberanía compartida”, que era la esgrimida en esos años, incompatible con la Unión Europea que se estaba construyendo. Cuatro años después se puso el euro en circulación y los estados perdieron la soberanía monetaria.
5. La lengua no ha sido en estos últimos años un elemento de división entre catalanes, por lo general y el bilingüismo operó con normalidad.
6. Una Constitución no debe sacralizarse, pero tampoco banalizarse. No debe confundirse su modificación con un cambio de régimen.
7. El patriotismo —y el nacionalismo— catalán pasa hoy —entonces y también ahora— por gobernar en España y no por la queja constante por la poca influencia que, tanto en España como en Europa, tiene Cataluña. Tan solo involucrándose seriamente en el gobierno del Estado podrá tener Cataluña un peso específico y autónomo en Europa y corregirse, por ejemplo, determinados desequilibrios.

Las leyes fundamentales no tienen nada de absolutas. Sirven mientras son útiles

Manteniendo estas conclusiones coincido con quienes opinan que es necesaria una reforma constitucional que reafirme, por un lado, la centralidad y fortaleza del Estado y, por otro, el carácter nacional de determinados territorios que llevaría a la sustitución del Título VIII por un federalismo asimétrico. Ese federalismo conllevaría un Concierto económico en Cataluña similar al del País Vasco. Pero también habría que reestructurar las competencias educativas de las comunidades.
No conozco ningún proceso nacional que haya llegado a la independencia como no fuese por la fuerza o por medio de un pacto. Y como el pacto no va a ser posible —pues por una de las partes solo hay imposición y no se razona acerca del descomunal perjuicio que a todos nos ocasionaría la secesión— habrá que recordar que por la fuerza casi mil muertos y decenas de miles de víctimas colaterales no consiguieron más que la degradación moral en el País Vasco para no conseguir nada que ya tuviesen colectivamente reconocido en la Constitución. ¿Es eso lo que queremos para Cataluña?
Las Constituciones no tienen nada de absolutas. Sirven mientras son útiles. De lo contrario hay que volver a cimentarlas. Karl R. Popper, tan citado por políticos liberales de titular y tan poco leída su obra científica, escribió en su Lógica de la investigación científica:“Por intenso que sea un sentimiento de convicción nunca podrá justificar un enunciado. La base empírica de la ciencia objetiva, pues, no tiene nada de absoluta; la ciencia no está cimentada sobre roca: por el contrario, podríamos decir que la atrevida estructura de sus teorías se eleva sobre un terreno pantanoso, es como un edificio levantado sobre pilotes. Estos se introducen desde arriba en la ciénaga, pero de ningún modo hasta alcanzar ningún basamento natural o dado, cuando interrumpimos nuestros intentos de introducirlos hasta un estrato más profundo, ello no se debe a que hayamos topado con terreno firme: paramos simplemente porque nos basta que tengan firmeza suficiente para soportar la estructura al menos por el momento”. Hoy, los pilares sobre los que se asienta nuestra Constitución carecen de esa solidez necesaria para construir una ciencia, mucho más una Nación, a la que se refiere Popper.
Jeremías Bentham, inspirador de la Constitución de 1812, decía: “Lo más que puede hacer el hombre más celoso del interés público, lo que es igual que decir el más virtuoso, es intentar que el interés público coincida con la mayor frecuencia posible con sus intereses privados”. En estos últimos años, en España y en Cataluña especialmente, lo hemos entendido al revés.

Jorge Trias Sagnier es abogado, escritor y exdiputado del PP.

4.Tentaciones ante la reforma territorial necesaria

La Constitución de 1978 es la historia de un éxito que ha contribuido a la modernización de España. Su actualización no debe caer en la recentralización ni otorgar privilegios a las comunidades denominadas “históricas

Todo indica que en un futuro cercano iniciaremos un proceso para la reforma de la Constitución, reto difícil, viendo el panorama parlamentario, pero absolutamente necesario. Pensemos que ningún español menor de 55 años ha podido votarla, lo que dificulta que pase la ITV de las generaciones más jóvenes. Tiene que ser una reforma en profundidad, valiente e imaginativa, especialmente en lo relativo al modelo territorial, pero no puede significar caer en el estilo de los modernos izquierdo-populistas, tan sobrados de narcisismo juvenil como de hemiplejia ideológica, y tan poco respetuosos con las instituciones democráticas que podrían pretender una reforma a base de tuits encadenados, exigiendo que cada artículo no tuviese más de 140 caracteres y confundiendo las redes sociales con la realidad social.
Tiene que ser una reforma seria en la que incorporemos nuevos derechos civiles, la igualdad femenina en la sucesión de la Corona, la sociedad digital, nuevas formas que mejoren la participación, medidas de regeneración democrática y calidad de la política y algunas reivindicaciones del movimiento 15-M. Pero tiene que centrarse, desde luego, en el modelo territorial.
Ante este reto, pueden renacer viejos deseos reprimidos y surgir otros nuevos, alimentados en los últimos años, que emerjan como tentaciones al abordar la reforma.

La primera tentación que deberíamos superar es el “síndrome de la papelera de reciclaje”. Una vieja tradición del constitucionalismo español consiste en sustituir cada Constitución por otra nueva. Hemos sido incapaces, a lo largo de la historia, de reformar nuestras Constituciones; siempre hemos sustituido un texto por otro, escenificando así “la muerte del padre”, según la figura metafórica freudiana.


La segunda, o “síndrome del salto al vacío”, sería cambiar el modelo de Estado, pasando de una monarquía parlamentaria a un Estado republicano, intentando satisfacer a ciertos nacionalismos, a los nuevos partidos de izquierdas y a algunos sectores de la izquierda tradicional. Además, sería una buena excusa para fortalecer esta tentación incluir la idea obsesiva de la autodeterminación de una parte del territorio, cuestión esta que es difícil encontrar en alguna Constitución escrita.

La tercera tentación, o “síndrome de la vuelta al pasado”, podría consistir en dar un giro al modelo territorial y apostar decididamente por una recentralización. Las principales competencias volverían a ser gestionadas por el Gobierno de la nación, vaciando así de contenido competencial a las comunidades autónomas, que han sido demonizadas desde hace tiempo, especialmente desde el inicio de la crisis económica, culpándolas de todos los males: incremento del déficit y de la deuda, despilfarro en obras y proyectos innecesarios, duplicidades casi obscenas, recortes en los servicios públicos esenciales, etcétera. Si a esto añadimos los casos de corrupción y la crisis catalana, encontramos el chivo expiatorio perfecto (la mejor forma de proyectar la culpa y librarse de responsabilidades) y la combinación adecuada para dar un giro recentralizador, situándose en el extremo más radical la eliminación de las comunidades autónomas. Esto sería para algunos un retorno de deseos reprimidos en el inconsciente.

La cuarta tentación, o “síndrome del hijo pródigo”, podría consistir en ampliar privilegios a algunas comunidades, especialmente a las denominadas “históricas”, con la falaz idea de avanzar hacia un modelo de federalismo asimétrico o un modelo confederal, que lo único que nos traería serían desigualdades y desequilibrios entre territorios y una pseudosatisfacción temporal de los nacionalismos. Tampoco el mal denominado Estado plurinacional solucionaría las cosas. Un Estado democrático es un Estado de ciudadanos libres e iguales en derechos y obligaciones, y no de naciones. Es evidente que un principio básico del federalismo es la igualdad de todos los entes que lo componen.

La quinta tentación, o “síndrome de la resistencia al cambio”, consistiría en tratar de minimizar la reforma territorial tras haber descubierto el artículo 155, convirtiendo una medida de protección del modelo territorial y de la democracia, una especie de airbag de seguridad máxima, en una amenaza (“el aviso a navegantes”). Se trataría de convertir la culpa del otro en beneficio del inmovilismo y dejarlo todo como está. Otra excusa para el inmovilismo podría ser la búsqueda de un respaldo como en 1978, asunto que en la actualidad no nos debe obsesionar aunque haya que intentarlo, pues será difícil alcanzar simplemente los apoyos imprescindibles. 

La sexta tentación, o “síndrome nominalista”, podría consistir en poner nuevos apellidos al modelo territorial que puedan dar lugar a confusión. En realidad, el Estado autonómico actual es un Estado federal, y para qué cambiarle el nombre. Es tan Estado federal como el que más, y tan diferente a los otros como los otros lo son entre sí. Además, es la historia de un éxito que ha contribuido a la modernización de España y a la creación de un envidiado Estado de bienestar. Pero después de 40 años de su creación, y más de 15 de su consolidación, es necesario proceder a perfeccionarlo, actualizarlo y reformarlo para corregir déficits y excesos, y mejorar su funcionamiento.

Hay que abordar la reforma sin miedo, con la ilusión de trabajar en un proyecto compartido, con mucho sentido común y diálogo, y dejar el odio y la ignorancia en el trastero y no olvidar nunca, en este largo camino que debemos recorrer, que es muy difícil crear algo nuevo simplemente desobedeciendo lo existente. El principal objetivo sería perfeccionar la Constitución de 1978, y abordarla entre todos y con todos (no olvidar a las comunidades autónomas), de forma prudente, generosa y valiente, para conseguir que hasta los que se sienten actualmente incómodos se sientan razonablemente confortables.

Por último, la reforma también podría ser un buen diván para resolver las represiones que mantenemos en el inconsciente colectivo que nos impiden hablar de España y del sentimiento patriótico sin complejos, y no identificando la palabra España con Franco y dictadura, pues el diván, sin duda, es una buena disciplina emancipadora.


José A. de Santiago-Juárez, del Partido Popular, es vicepresidente y consejero de la Presidencia de la Junta de Castilla y León.

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