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Una respuesta diferente para Cataluña J.Coll 15/Mayo/2017

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Una respuesta diferente para Cataluña

La radicalización de una parte de la sociedad catalana no es ajena a la propaganda lanzada sistemáticamente durante años por los secesionistas. La solución ahora no pasa por singularizar a ese territorio, sino por federar España

 

Mientras para algunos no hay solución posible al “problema de Cataluña” que no pase por celebrar un referéndum de secesión, y otros proponen abordarlo en términos de “encaje”, concepto de resonancias ortopédicas que, en cualquier caso, nos conduce a una apuesta por una vía singular y específica, a mi modo de ver, la respuesta ha de ser otra, muy diferente, sobre la que más adelante hablaré. Vayamos por partes. Las dos anteriores propuestas son rutas equivocadas porque, entre otras razones, parten de un análisis erróneo de lo que ha sucedido en Cataluña en la última década. Contrariamente a la afirmación bastante extendida de que el independentismo es un fenómeno social de una gran transversalidad, en realidad lo que vemos cuando estudiamos los microdatos que suministra la propia Generalitat, a través del Centre d'Estudis i Opinió (CEO), es diferente.

El informe de los profesores Albert Satorra (UPF), Montserrat Baras (UAB) y Josep M. Oller (UB), titulado La Cataluña inmune al proceso, elaborado desde el Observatorio Electoral de Cataluña para SCC, destaca que quien se ha movido hacia el independentismo es una franja social muy concreta. Lo que se ha producido es una radicalización política entre los catalanohablantes que hace 10 años se sentían más catalanes que españoles o exclusivamente catalanes. Si en 2006 los que rechazaban compartir cualquier sentimiento de españolidad representaban solo al 30%, 10 años más tarde, como consecuencia del “proceso”, esa cifra ha escalado hasta el 48%. Este cierre identitario de una parte notable de los que tienen el catalán como lengua de identificación ha hecho disminuir, en cascada, los otros sentimientos duales, particularmente el porcentaje de los que se definían tan catalanes como españoles (del 26% a solo el 14%). En cambio, hay una Cataluña castellanohablante, que representa al 42% de la población, y otra más minoritaria (14,5%) que considera como propias ambas lenguas por igual que no han experimentado cambios sustanciales entre 2006 y 2016 en sentimiento identitario. Y que se mantiene prácticamente inmune al proceso soberanista. El grupo que se considera tan catalán como español entre los castellanohablantes se sitúa en el 60%, cifra muy parecida a lo que encontramos en otras partes de España, mientras en los catalanes bilingües se mantiene en un sólido 48%.
El auge secesionista en Cataluña no ha sido un fenómeno de abajo a arriba sino al revés
Si del sentimiento identitario pasamos a la política, vemos que existe una estrecha relación entre grupo etnolingüístico e independencia. No disponemos de datos comparativos porque hace 10 años el CEO no preguntaba de forma binaria por la hipótesis de la secesión. En relación a 2016, lo que salta a la vista cuando se desagregan los datos es que hay dos Cataluñas antagónicas. El 77,6% de los catalanohablantes apoyaría la secesión, mientras el 73% de los castellanohablantes la rechazaría. En ambos grupos los que discreparían del criterio mayoritario respectivo se movería en torno al 16%. En cambio, los bilingües rechazarían la independencia de manera más moderada (46% contra 36%), mientras los hablantes de otras lenguas no españolas, que representan solo al 2,5% de la sociedad catalana, serían mucho más rotundos en su negativa (57%).
Ahora bien, la pregunta que plantea dicho estudio es si existe algún factor diferente de la lengua —a la que en ningún caso se puede culpabilizar— que explique estas variaciones tan substanciales. Y la sospecha recae inmediatamente sobre los medios de comunicación, cuyo papel conecta con un fenómeno sociológico más allá de Cataluña denominado “democracia de audiencias”. No solo es generalmente admitido que la radio, la televisión y la agencia de noticias dependientes de la Generalitat tienen un evidentísimo sesgo a favor de la causa independentista desde que se puso en marcha el “proceso” en 2012, sino que en la propia encuesta del CEO aparece una correlación notable entre voto separatista y consumo de informativos de TV3 que alcanza el 75%. En cambio, entre los que se informan por otros canales o medios se sitúa en el 28%. Estos y otros datos, que ahora no es posible detallar, ponen de manifiesto que los medios financiados con fondos públicos, a los que habría que añadir el papel de algunos privados tendenciosamente subvencionados, han actuado como correa de transmisión del separatismo. La radicalización de una parte de la sociedad catalana no es ajena a la propaganda sistemática durante años. El auge secesionista no ha sido un fenómeno de abajo/arriba sino al revés: el resultado de una estrategia desde el poder autonómico en el marco de una coyuntura muy concreta. El psiquiatra Adolf Tobeña ha escrito un libro imprescindible, La pasión secesionista (2017), que permite entender en clave etnocultural cómo ha funcionado esta operación mediante la cual unas élites territoriales, ante la extrema fragilidad de España en 2012, vieron la oportunidad de alzarse con el poder soberano. Un objetivo que parecía contar con expectativas de victoria y que logró la adhesión de amplios sectores de las clases medias y profesionales. Esto es en esencia lo que ha ocurrido en Cataluña. La ola alcanzó su elevación máxima en las elecciones de 2015, que fueron convocadas en clave plebiscitaria, pero hoy parece remitir.

Hay que recuperar a esa parte de la sociedad catalana que ha dejado de sentirse española

Hecho el diagnóstico, cualquier solución que se plantee ha de contar, en primer lugar, con una estrategia para equilibrar la influencia propagandística del secesionismo sobre la población catalanohablante y desmentir su relato de agravios y opresión. Cualquier cosa que se haga si no incluye una política de comunicación que logre penetrar en ese cinturón mediático fracasará, pues será tachada de “insuficiente”, se la descalificará por “llegará tarde” o, sencillamente, no se hablará de ella. En segundo lugar, hay que combatir la idea de celebrar un referéndum no solo porque sea ilegal, sino sobre todo porque sería socialmente indeseable: dividiría a la sociedad catalana en dos mitades a partir de unas coordenadas etnolingüísticas. En tercer lugar, hablar de una “tercera vía” como una fórmula de acomodo singular de Cataluña en España es alimentar el error de la “conllevanza” orteguiana, que solo alimenta al nacionalismo y debilita el proyecto común, como muy bien ha explicado desde esta misma página Juan Claudio de Ramón. Lo que toca hacer es afrontar la reforma del Estado, arreglar las disfunciones del modelo autonómico en clave federal, abanderar el plurilingüismo en España y la defensa activa del bilingüismo. La solución no pasa por singularizar Cataluña, sino por federar España, culminar lo que ya estaba en el debate constitucional de 1978, con un discurso que rebase lo jurídico y entre en el terreno de lo emocional para recuperar a esa parte de la sociedad catalana que ha dejado de sentirse española.

Joaquim Coll es historiador

 

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En el libro colectivo de homenaje al historiador José Álvarez Junco (Pueblo y nación,2013), el escritor Jorge M. Reverte observa que “sin la existencia del franquismo, sin su actualización permanente por quienes elaboran algunos relatos, los discursos nacionalistas en Cataluña tendrían una importancia mucho menor, una eficacia muy disminuida”. Mientras el denominado franquismo sociológico se va difuminando, a medida que sumamos más años ya de democracia que de dictadura, paradójicamente donde reaparece de forma desacomplejada es en las interpretaciones de la historia de las fuerzas separatistas, que han hecho suyo el argumento de asociar España con Franco. Se lo escuchamos decir con total naturalidad, en la investidura de Mariano Rajoy, al diputado Joan Tardà cuando habló del “dolor que los catalanes” (se refería en realidad solo a los independentistas) están dispuestos a soportar para alcanzar la libertad porque tienen “conciencia y memoria” de su difícil historia, citando como ejemplo el fusilamiento del presidente Lluís Companys “por parte del Ejército español”. El portavoz de ERC repitió entonces el mantra de que el Estado español nunca ha pedido perdón a los catalanes por ese asesinato, y que ningún Gobierno español ha querido anular su sentencia. Se convierte así la Guerra Civil española en una guerra de ocupación sobre Cataluña. Para ello nada mejor que servirse de la propaganda franquista de identificar España con la dictadura y, acto seguido, esforzarse por trazar una línea de continuidad entre ese régimen y el sistema de libertades nacido con la Constitución de 1978.

Tardà también quiso enfatizar la intensidad emocional con la que en “todas las ciudades y pueblos de Cataluña” se vive el recuerdo del president asesinado en 1940. Desde hace unos años, el separatismo convierte cada 15 de octubre, día de su vil fusilamiento, en otro aquelarre propagandístico con el objetivo de deslegitimar la democracia española, y en el que se afirma sin ningún rubor que todavía no se ha hecho justicia ni reparación. Este año, la portavoz del Ejecutivo catalán, Neus Munté, ha dicho que, como el “Estado no pide perdón, el Govern no pedirá permiso” para aprobar una ley que reparará jurídicamente a las víctimas y declarará nulos los juicios sumarísimos como el de Companys”. En realidad, se trata de otra gran mentira porque la conocida como ley de la memoria histórica (2007) ya declaró la ilegitimidad “por vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo” de los tribunales de responsabilidades políticas y los consejos de guerra constituidos por motivos políticos, ideológicos o de creencia religiosa así como de sus resoluciones y, concretamente, “por vicios de forma y fondo”, de las condenas y sanciones dictadas durante la dictadura contra quienes defendieron la legalidad republicana. En 2009, el entonces presidente de la Generalitat, José Montilla, pidió al fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, la anulación de la sentencia contra Companys. Este respondió, en un extenso razonamiento, que pretender una revisión técnico-jurídica de la causa, o de las miles de sentencias que por idénticos motivos hubo bajo el franquismo, sería tanto como reconocer su vigencia “pese a la radical declaración de injusticia e ilegitimidad” que contienen los artículos 2 y 3 de la citada ley. En definitiva, todas esas sentencias han sido ya expulsadas de nuestro ordenamiento jurídico, concluía. Otra cosa es que los políticos separatistas, como otros muchos que viven cómodamente instalados en la hueca retórica antifranquista, no se quieran enterar.

La Ley de la Memoria Histórica ya declaró la ilegitimidad de los juicios sumarios de la dictadura
También es completamente falso que todavía no se haya hecho ningún gesto de reconocimiento a su figura. El 15 de octubre de 2004, la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, en nombre del Gobierno español, asistió junto a Pasqual Maragall al homenaje a Companys en el castillo de Montjuïc. Y, en octubre de 2009, el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, se trasladó a México para entregar a la nieta del presidente fusilado, María Luisa Gally Companys, un documento oficial de reparación, certificado que la ley contempla para todas las víctimas cuyas familias lo soliciten. Para el discurso gubernamental en Cataluña la cuestión no es que queden tareas pendientes, como la localización de las fosas y la exhumación de los cadáveres o adaptar a la ley el Valle de los Caídos, sino hacer creer que la democracia española mantiene una actitud de connivencia ideológica con el pasado. Por eso, el Parlamento catalán ha dado trámite con gran júbilo a una ley presentada por JxSí y la CUP con el único propósito de que el Gobierno la recurra y el TC la suspenda, por probable invasión de competencias, para poder así afirmar que España se niega a anular las sentencias. Se trata de una trampa evidente para añadir otro leño más al fuego soberanista y poder afirmar, como hizo el consejero Raül Romeva el pasado 20-N, que en las acciones judiciales del Estado contra el proceso separatista resuenan los “ecos” del franquismo.

Romeva dice que en las acciones judiciales contra el proceso separatista hay “ecos” del franquismo
Septiembre y octubre son meses de excitadas celebraciones y clamorosos silencios en Cataluña. Tras el homenaje que se tributa por la Diada a Rafael Casanova, Companys se ha convertido, en palabras del escritor Ramón de España, en otra figura más del pesebre nacionalista que sirve “para demostrar la maldad intrínseca de los españoles, entre los que no hay diferencia alguna: el fascista de los años treinta, como el borbónico de 1714, es igual que el demócrata de principios del siglo XXI”. Mientras se manosean unos muertos para mantener viva la agenda secesionista, se esconden otros. Josep Tarradellas es el caso más significativo, pues su retorno el 23 de octubre de 1977 supuso, como tantas veces se ha dicho, el reconocimiento de la legitimidad republicana cuando todavía estaban vigentes las leyes franquistas. El año próximo se cumplirán 40 años, pero no parece que vaya a haber mucho interés oficial en recordarlo tampoco esta vez. Por ahora, solo una asociación independiente, el Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC), ha tomado la iniciativa de acercar al gran público su figura aprovechando que se acaban de abrir completamente sus importantes archivos. Tarradellas es un personaje de gran interés, con los claroscuros inherentes a una larga trayectoria política que empieza en los años treinta, pero cuyo papel protagonista prosigue en el exilio hasta convertirse de forma inesperada en una pieza esencial de la síntesis entre reforma y ruptura que acabó imponiéndose en la Transición.

A Tarradellas el nacionalismo catalán le ha hecho siempre el vacío porque no soportó que exhibiera un acuerdo sincero y leal con la Monarquía y el Estado español. Porque enarboló la bandera de la unidad de todos los catalanes, defendió un catalanismo de firmes convicciones pero sin soberbia ni resentimiento hacia España, y más tarde como expresident censuró sin ambages la “dictadura blanca” del pujolismo. Acercarnos al legado de Tarradellas, en lugar de manosear el trágico final de Companys, es otro de los deberes pendientes de la política catalana.

Joaquim Coll es historiador y fundador de Societat Civil Catalana.

 


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