Aprender de los errores
https://elpais.com/elpais/2017/10/06/opinion/1507304071_622456.html
Aunque el independentismo vaya a ser derrotado ahora, continuará activo en la sociedad catalana. Es necesario construir un potente contrapeso a esa influencia infatigable que no tardará en escribir un relato heroico de lo que ha pasado
El contundente mensaje del Rey, inequívoco en señalar la culpabilidad de las autoridades de la Generalitat, no nos puede hacer olvidar los errores cometidos por el conjunto de las instituciones españolas, empezando por el Gobierno, que podían haber abortado mucho antes el desarrollo de unos acontecimientos largamente anunciados. Si la situación es de “extrema gravedad”, en palabras de Felipe VI, es porque demasiados frenos y cortafuegos han fallado. Porque no estamos ante el clásico golpe ejecutado de forma sorpresiva, urdido secretamente con el propósito de subvertir la legalidad de un día para otro. Si algo no se les puede reprochar a los partidos y entidades separatistas es que hayan escondido la naturaleza de sus planes. Tampoco se puede alegar que el cariz que estaba tomando la dinámica política en Cataluña no haya sido analizado profusamente por múltiples expertos, tanto para proponer reformas de diversa índole que pudieran encauzar el incremento de la tensión territorial como para señalar la urgencia de actuar con determinación ante la burla sistemática que de las leyes estaban haciendo las instituciones catalanas. Nada de lo sucedido ha podido pillar desprevenido a nadie y, sin embargo, los principales actores de la política española no han sido capaces de diseñar una estrategia reconocible ante la sucesión de escenarios previsibles.
El principal error de base que ha perdurado hasta hace muy poco, tanto en los partidos como en las instituciones del Estado y en no pocos medios de comunicación, ha sido las ganas de engañarse. En julio del año pasado, todavía PP y PSOE consideraban que la antigua Convergència del PDeCAT podía participar en el sostenimiento de la gobernabilidad y para ello a punto estuvieron de regalarle el grupo parlamentario en el Congreso que no había obtenido en base a una lectura ajustada del reglamento. En determinados círculos de poder madrileños no se ha querido asumir durante estos años las consecuencias globales del paso al independentismo del grueso de la derecha nacionalista catalana y de sus dirigentes.
Por otro lado, y sin necesidad de remontarnos a la etapa del procés que empezó con Artur Mas en 2012, los poderes del Estado han tolerado la erosión permanente de la legalidad constitucional en Cataluña, un proceso que se aceleró de forma inequívoca tras la resolución del 9 de noviembre de 2015 en el Parlament, que fue ya una declaración de independencia en diferido a la espera de los 18 meses de plazo para materializar la gran promesa. Tras el reajuste en la hoja de ruta que tuvo que hacer Carles Puigdemont para sortear la crisis de los presupuestos con la CUP, ahora hace un año, el plan culminaba con la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica. Ese autogolpe parlamentario, ejecutado finalmente los días 6 y 7 de septiembre pasados, intentó maquillar su carácter profundamente ilegítimo con una sucesión de jornadas revolucionarias en la calle con el objetivo de desbordar al Estado de derecho. Cualquier excusa ha sido buena para agitar el argumento de que España se había convertido en una dictadura. Y eso es lo que hemos vivido en estas inquietantes semanas hasta el 1-O, seguido de la inaudita “huelga nacional” del martes pasado en medio de un clima social desquiciado por la torpe actuación policial durante las votaciones. Hasta ahora hemos visto la cara mayormente festiva de esa revolución nacionalista, pero no puede descartarse un cierre violento en función del choque final que decidan los líderes separatistas. Han pronunciado demasiadas promesas de alto voltaje que han convencido a miles de catalanes que iban a votar y decidir la independencia.
Ciertamente, el procés ha conocido etapas cansinas hasta lo grotesco. Hemos asistido a una reiteración de anuncios sin consecuencias inmediatas, a una dilación del calendario desesperante incluso para los propios independentistas, y a un rediseño permanente de la táctica en búsqueda de la máxima astucia frente al Estado. Todo ello ha podido contribuir a que mucha gente fuera y dentro de Cataluña no se tomara en serio el desafío o considerase que estaba frente a una “ilusión” o un “pasatiempo” político. Sin embargo, finalmente ha quedado a la luz que estábamos ante una sofisticada técnica posmoderna de golpe de Estado que se ha servido de las instituciones del autogobierno para extender entre la sociedad catalana una dinámica insurreccional bajo la bandera del derecho a decidir y la democracia. Si algún día se hace la auditoría económica de lo que ha costado a las arcas públicas el procés, tanto dentro de Cataluña como de forma privilegiada en el ámbito internacional, descubriremos cifras escandalosas. Pero la clase política española ha sufrido una gran pereza para entender la naturaleza del fenómeno y ha preferido refugiarse en la tranquilidad de “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible” porque la Constitución no lo permite.
De acuerdo, esta vez no habrá secesión, pero la crisis a que dicho intento nos ha llevado no tiene parangón. Hemos asistido a diversas fases de negación o de parálisis por estupefacción ante la gravedad del envite. También ha habido una renuncia clamorosa al combate de las ideas y a la batalla de la propaganda. Cuántas veces no hemos escuchado con desolación que ya no había nada que hacer en Cataluña, ignorando que somos muchos más los catalanes que no estamos dispuestos a que nos expulsen de nuestro país y nos roben la ciudadanía española y europea. En muchos debates el independentismo se ha impuesto por incomparecencia del Estado, cuya debilidad ha sido pasmosa. Una esclerosis que ha afectado desde lo más básico para hacer posible el cumplimiento de la ley, empezando por los Ayuntamientos, hasta el desinterés por lo que se supone debería preocupar a los servicios de inteligencia ante el intento de destruir la unidad territorial desde una parte del propio Estado. Finalmente, se ha confiado muy poco en los catalanes constitucionalistas que han luchado contra las mentiras del nacionalismo desde primera hora y han hecho propuestas para convertir el desafío en una oportunidad de mejora para Cataluña y España.
No habrá secesión, pero sería imperdonable no aprender de los errores, empezando por que los partidos encaucen de una vez para siempre la cuestión territorial con sentido de Estado. Porque si no se hace bien, cuando llegue la hora de la reforma constitucional, no conseguiremos encauzar la crisis en Cataluña. Aunque el separatismo sea derrotado ahora con la fuerza de la ley continuará operando en la sociedad catalana. Y por eso sería insensato no construir un potente contrapeso (mediático, cultural, económico, asociativo) a la influencia del infatigable nacionalismo, que rápidamente escribirá un relato heroico de su derrota.
Joaquim Coll es historiador.
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Seguro que recordarán esa famosa frase de Churchill al primer ministro británico Chamberlain, “entre la guerra y el deshonor habéis elegido el deshonor, y tendréis la guerra”, como forma de reprocharle su ceguera política ante el inevitable enfrentamiento con la Alemania nazi. Algo parecido se le puede decir a Mariano Rajoy sobre su estrategia para hacer frente al golpe separatista anunciado desde hace mucho tiempo y ejecutado finalmente los días 6 y 7 de septiembre. Contrariamente a lo que muchos piensan, la realidad es que el Gobierno español ha ido aplazando el enfrentamiento, esperando a que el procés naufragase debido a las contradicciones ideológicas entre Junts pel Sí y la CUP o a los intereses electorales contrapuestos de ERC y PDeCAT. Esa intuición algo de razón tenía porque la cosa no ha andado lejos de saltar por los aires en varias ocasiones. Que Rajoy se haya esforzado en transmitir una imagen de prudencia hasta la aprobación de la ley del referéndum y la firma por parte de Carles Puigdemont de la convocatoria del 1-O ha sido acertado para cargarse de razones.
Lo que está siendo un error, posiblemente grave, es no haber levantado a partir de ese momento la bandera de las urnas democráticas frente a un plebiscito que solo pretende ratificar la secesión unilateral. Y eso exige la aplicación del artículo 155 de la Constitución, para el que hay sobradas razones, y que permite adoptar “las medidas necesarias” para preservar el interés general. El 155 no suspende la autonomía sino que permite intervenir el Gobierno de la comunidad para que cese de atentar contra la legalidad democrática; en este caso, arrebatar la competencia electoral al president de la Generalitat con el objetivo de que sea el Gobierno español el que convoque lo antes posible nuevas elecciones en Cataluña.
Las elecciones son la solución limpia e incontestable a un conflicto principalmente entre catalanes, como muy bien se vio en los agrios debates en el Parlament. Las elecciones son un clamor de toda la oposición catalana desde hace meses y permitirían salir del bucle del 1-O, evitando que prosiga la socialización de la rebeldía institucional y la cascada de registros, requerimientos e imputaciones en torno al referéndum secesionista. Con la convocatoria de elecciones desaparece del horizonte el 1-O y el eje de la tensión se vuelve a situar dentro de Cataluña y entre partidos catalanes. Además, no nos engañemos, utilizar medidas coercitivas sobre mucha gente siempre es arriesgado para la democracia. Si el 3 de octubre hay una DUI (Declaración Unilateral de Independencia), como todo apunta que sucederá, Rajoy no tendrá más remedio entonces que recurrir al 155 sin que haya servido de mucho su deshonor político ni el coste de la erosión democrática para frenar el 1-O.
Hubo un tiempo, durante la Transición y los primeros años de la democracia, que el catalanismo político aglutinó a una mayoría de ciudadanos de Cataluña a favor de las libertades y el autogobierno. Ese mismo catalanismo hizo una aportación sustancial en el periodo constituyente a la cultura política española con la idea de la autonomía, propuesta que jamás se pensó como exclusiva para las llamadas nacionalidades históricas sino extensible a todos los pueblos de España. Es absolutamente falso, como luego se ha ido difundiendo desde algunas tribunas periodísticas barcelonesas, que las fuerzas catalanistas (PSC, PSUC y CDC) pretendieran diferenciar competencialmente las nacionalidades de las regiones, y que, por tanto, el desarrollo autonómico haya traicionado su espíritu inicial.
Miquel Roca no dejó lugar a dudas cuando en la Comisión de Asuntos Constitucionales, el 12 de mayo de 1978, quiso aclarar: “No hay distinción en cuanto al contenido sustantivo de lo que va a ser la autonomía; está a la merced, a la libre decisión de los habitantes en cada una de esas comunidades autónomas el decidir el nivel que quieren dar a sus propias competencias dentro del respeto constitucional, y unas serán nacionalidades, porque así se sienten, y otras serán regiones, porque así querrán serlo”. Lo mismo afirmaba el otro catalán padre del texto constitucional, Jordi Solé Tura.
Sin embargo, ese catalanismo que tenía una carga federal indudable, y que no tuvo inconveniente en propugnar que el modelo autonómico se generalizase, se fue volviendo nacionalista bajo la larga hegemonía del pujolismo al frente de la Generalitat. Poco a poco se empezó a extender la idea de fracaso y engaño en relación con los fundamentos de la Transición. Se instaló el resentimiento y la soberbia frente al resto de España. Con el tiempo ese catalanismo fagocitado por el nacionalismo (historicista e identitarista) no solo alimentó el discurso del agravio y la insatisfacción permanente sino que se volvió ambiguo en relación con el proyecto español, denominándose primero soberanista y, a partir de 2012, directamente independentista. La lógica regresiva del nacionalismo lobotomizó el catalanismo histórico, destruyéndolo.
Curiosamente, empieza a hablarse ahora otra vez de catalanismo, se especula que tras el fracaso de la aventura separatista, a partir del 1-O, el único contenedor apto para recoger los muebles rotos de tanto esfuerzo inútil tendrá que llevar la etiqueta de catalanista. Y hay partidos que van a dirigir su oferta electoral cuando lleguen las autonómicas a un público identificado con esa cultura política y sentimental. Un ejemplo primerizo de ello es la Declaración de Barcelona, presentada a mediados de julio por las ejecutivas del PSOE y PSC, y que se titula Por el catalanismo y la Españafederal. Imagino que el orden de los enunciados no es casual, pero lo que sorprende es que no explique mínimamente qué significa hoy el catalanismo a diferencia del federalismo cooperativo y pluralista desarrollado en otra declaración de bastante más enjundia aprobada en Granada en 2013. Porque hablar ahora en primer lugar y sin más de catalanismo no solo carece de sentido, sino que huele a repetición de un viejo error: ni toda Cataluña es catalanista ni el catalanismo ha pensado jamás de forma sincera la realidad catalana.
Lo diré claro: catalanismo y Cataluña nunca han sido sujetos intercambiables. No lo fueron antes cuando el catalanismo funcionaba como común denominador de un amplio abanico de fuerzas de derecha a izquierda, y su control suscitó durante décadas una enconada competición entre los partidos catalanes mayoritarios (CiU y PSC), como sucedió de forma aguda con el proceso de reforma del Estatuto bajo la presidencia de Pasqual Maragall. Ni aún menos ahora pueden ser sujetos intercambiables cuando el desafío separatista ha llevado a fracturar en dos mitades la sociedad catalana y su estrategia con vistas al 1-O pasa por estrellar a las instituciones del autogobierno contra el Estado democrático y de derecho.
Con todo, no veo inadecuado que se invoque el nombre del catalanismo, aunque me preocupa que con ello se distorsione una propuesta nítidamente federal. Admito que puede ser útil por razones emocionales e instrumentales, pero pido entonces que se incorporen nuevas reflexiones que vayan más allá de la sempiterna cuestión del lugar de Cataluña en España y de reivindicar un mayor reconocimiento de la catalanidad. Es decir, que en esta nueva etapa el catalanismo no solo sirva para seguir hablando hacia fuera, siempre con la tentación fácil de la queja, sino también para radiografiar sin trampas la realidad compleja de la sociedad catalana. Llegado el momento, ese nuevo catalanismo debería empezar por preguntarse qué espacio tiene la españolidad en Cataluña, porque el discurso de la pluralidad hispánica solo tiene sentido si es en todas direcciones. Si España puede ser leída como una nación de naciones, como fácilmente puede interpretarse del artículo 2 de la Constitución, ¿cuántas naciones culturales no hay entonces en Cataluña? ¿Será capaz ese nuevo catalanismo de asumir que el castellano es tan lengua propia de los catalanes como el catalán? ¿Y cuestionar el absurdo de haber construido el modelo escolar sobre el monolingüismo y la exclusión del castellano como vehículo de aprendizaje? Porque el plurilingüismo que se reclama para el conjunto de España tiene su reverso en el bilingüismo estructural de la sociedad catalana. ¿Será capaz ese nuevo catalanismo de defender ambas cosas o seguirá prisionero de la ortodoxia del nacionalismo lingüístico?
Sobre las cenizas del envite separatista, el catalanismo que algunos ya invocan debería empezar por incorporar sin complejos la dimensión española de la sociedad catalana, que se corresponde con la sociología de su pluralismo interno. Una españolidad que no solo es el resultado de las sucesivas oleadas migratorias, sino consecuencia de un proceso de largo alcance: la experiencia de la modernidad. Quiere decir que España dejó de ser a partir del siglo XVIII un simple agregado de reinos que vivían bajo una misma monarquía, para ser progresivamente algo más: una identidad sociocultural superpuesta que acabó conformando, sobre todo en el siglo XX, unos rasgos comunes. Lo prueba el hecho de que las formas de vida, las creencias, los valores y la composición de los grupos sociales sean hoy muy parecidos en toda España. Pero el discurso del catalanismo no ha tenido nunca una correspondencia sincera con la realidad. Tendió a simplificar el sujeto, dando a la sociedad catalana una dimensión identitaria única, y despreció los cambios estructurales realizados en el resto de España en la segunda mitad del siglo XX. Si el nuevo catalanismo que ahora se anuncia quiere resolver definitivamente el lugar de Cataluña y la catalanidad en España, tendrá que sincerarse también con la pluralidad catalana y aceptar el lugar de España en Cataluña.
Joaquim Coll es historiador.