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El mundo de las urgencias L.Foix

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Una de las prácticas de los gobiernos que desprecian la crítica es cavar inmensos hoyos donde enterrar los hechos y sucesos desagradables pretendiendo que no han existido y que la historia se va a olvidar de ellos. Los hechos alternativos son falsedades que no pueden sustituir la realidad de lo ocurrido. Son mentiras.
Se va a celebrar el sexagésimo aniversario del tratado de Roma, que ha supuesto el periodo más largo de prosperidad, libertad y crecimiento de la historia de Europa. Esta realidad no se puede esconder a pesar de que la Unión atraviese un periodo de incertidumbre que se traduce en los miedos que no se pueden combatir racionalmente.

El miedo no se basa en lo que nos ocurre sino en lo que tememos que nos pueda pasar en un futuro a corto o medio plazo.

Tony Judt, uno de los pensadores más solventes sobre la historia del siglo pasado, tiene un libro que lleva por título Cuando los hechos cambian en el que vaticina las transformaciones de fondo que estamos viviendo. Tenemos razones, decía, para pensar que todo va a cambiar. El temor está resurgiendo como un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales. Temor al terrorismo, por supuesto, pero también temor a la velocidad incontrolable del cambio, temor a la pérdida de empleo, temor a quedarse atrás en una distribución cada vez más desigual de los recursos, temor a perder el control de las circunstancias y rutinas de la vida cotidiana. Mientras el miedo sea personal, es un asunto particular y hasta cierto punto irrelevante. Pero Judt añade el temor a que no sólo seamos nosotros los que ya no dirigimos nuestras vidas, sino que los gobiernos también hayan perdido el control, que ahora está en manos de fuerzas situadas fuera de su alcance.
La entrevista que el presidente François Hollande concedió a este diario y que se publicó el lunes contiene dos coordenadas que me interesa resaltar. La primera es que los modos de decisión de Europa ya no están adaptados al mundo actual, el mundo de las urgencias. Durante mucho tiempo, decía Hollande a Lluís Uría y a los colegas de otros cinco grandes diarios europeos, “la idea de una Europa diferenciada, con velocidades diferentes, ha suscitado mucha resistencia. Pero hoy es una idea que se impone. Si no, Europa explotará”. Con distintos grados de integración, porque si se pretende hacer siempre lo que decidan todos y cada uno de los 27 estados, se corre el riesgo de no hacer nada en absoluto.
La segunda coordenada de las reflexiones de Hollande es la sombra de la manera de gobernar de Donald Trump, que inquieta a muchos líderes europeos y a las sociedades democráticas en su conjunto. También se refleja en el seno de la sociedad norteamericana, tensionada por unas formas precipitadas y arbitrarias que ha puesto en marcha Donald Trump. Hay un hecho que no hay que perder de vista. Se trata de la sensación de la gran mayoría de los votantes de Trump ,que consideran que está cumpliendo las promesas electorales y, por lo tanto, hay poco que objetar hasta ahora.

Sus tuits mañaneros despiertan a los norteamericanos y al mundo. La acusación de que Barack Obama le había pinchado el ­móvil durante la campaña no está probada. Las evidencias de las relaciones de Trump y de miembros de su equipo con el Kremlin ­antes, durante y después de la victoria han sido avaladas por personal cualificado de la CIA. La manera más expeditiva para trasladar una noticia que le perjudica es acusar a otro de haber cometido la misma equivocación o delito.

Es el mundo de las urgencias, en el que Europa, lenta, plural y mastodóntica, tiene que librar la batalla de su propia supervivencia y buscar formas de entendimiento con lo que representa Estados Unidos, cuyo presidente es siempre pasajero.

El aislacionismo, el proteccionismo, el cierre selectivo y racial de las fronteras y la huida presupuestaria hacia delante chocan con los estilos de una Europa que está escaldada por los fantasmas de su propia historia. Sabe de lo que es capaz.

El impetuoso arranque de la presidencia Trump y el revés que supuso el Brexit son dos obstáculos para una Europa que está debatiendo sobre su futuro después de sesenta años de paz y prosperidad.
Pero también pueden convertirse en elementos de cohesión en los nuevos formatos de geometría variable que se anuncian y que parecen inevitables. Si los miedos conducen al levantamiento de muros, Europa puede y debe abrir ventanas a las ideas, al comercio y a un control inteligente y práctico de sus fronteras. La corrección de la curva demográfica en una Europa envejecida sería motivo suficiente para acoger a los cientos de miles de refugiados y migrantes económicos que chocan con nuestros controles policiales.
Pienso que en estos tiempos de urgencias impulsivas, de populismos y xenofobia rampantes, Europa todavía está a tiempo de ofrecer su faceta más humana hacia el otro y en vez de ser una incubadora de guerras a lo largo de los siglos pueda continuar la preservación de la civilización ante la barbarie de la mentira y el odio, que son las causas de los conflictos y violencias irreversibles.
Publicado en La Vanguardia el 8 de marzo de 2017

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