Brexit, Trump y muros
by Lluís Foix •
Se pueden levantar barreras, muros y fronteras a la globalización. Pero los bienes, las personas y las ideas seguirán cruzando las vallas artificiales. La política de dividir y separar puede tranquilizar a corto o medio plazo. Pero levantar paredes para impedir el paso de personas es un error a medio y largo plazo.
Cuando visitas la Gran Muralla de China, la de los diez mil Li lo que significa sin fin, te das cuenta que aquella formidable fortaleza construida hace 25 siglos y modernizada en el siglo XVI, es hoy el pasatiempo más preciado de los turistas chinos y extranjeros.
El Muro de Berlín cayó sin que nadie lo predijera. Se construyó en 1961 y cayó en 1989. En Israel se ha construido un gran muro para frenar a los palestinos. Se obstaculiza el libre paso pero el problema persiste. La humanidad tiene un problema con las migraciones. Siempre ha sido así. Todos los pueblos y naciones proceden de emigrantes. El ser humano es errante. Puede quedarse unas generaciones en un territorio pero siempre acaba mezclándose con otros que llegan o se desplaza a espacios nuevos y distintos.
El miedo al extranjero es atávico en la historia de la humanidad. Pero sin esos desplazamientos continuados el mundo sería un conjunto de espacios estáticos. El miedo está basado en los prejuicios mediante los cuales admite a unos determinados tipos humanos y excluye a otros.
El Brexit y la victoria de Trump tienen mucho que ver con la xenofobia. En todos los países europeos resurge la derecha extrema que se fundamenta en la hostilidad contra la inmigración. La hostilidad es especialmente fuerte cuando se trata de otras culturas y otras religiones. El rechazo más contundente es hacia los musulmanes.
El pensador Tzvetan Todorov lo escribía hace más de quince años al decir que “hoy la amenaza son los extranjeros, los inmigrantes. Si son musulmanes, doblemente. Porque no son ni europeos ni cristianos. Lo grave es que la derecha tradicional, para cortar el paso a la extrema derecha, copia sus programas. Este miedo a los inmigrantes, al otro, a los bárbaros, será nuestro gran primer conflicto en el siglo XXI”.
Canadá es probablemente el país que mejor ha entendido el fenómeno que lleva a cientos de miles de personas a huir de su tierra por la guerra, el hambre y la persecución. Es cierto que Canadá tiene sólo unos 36 millones de habitantes y es el segundo país más extenso del mundo después de Rusia.
La experiencia de la ciudad de Toronto que mira de tú a tú a Chicago al otro lado de los Grandes Lagos es de un gran éxito. Es una ciudad multicultural, con ciudadanos procedentes de todo el mundo que hablan inglés y francés como idioma oficial, que ha crecido exponencialmente en los últimos diez años. Canadá ha abierto las puertas y Estados Unidos las pretenden cerrar del todo.
Trump puede construir toda la valla que separa Estados Unidos con México. Pero no parará ni el paso de personas, ni de ideas, ni de jóvenes que van en busca de horizontes vitales más dignos. Es cierto que no caben todos en muchas partes concretas del planeta.
Y es lógico que los gobiernos intenten controlar la llegada de extranjeros. Pero lo que las democracias no pueden evitar es mirar hacia otra parte cuando miles de personas llaman a la puerta huyendo de la miseria material y moral. Las imágenes de territorios de Oriente Medio bombardeados por ejércitos occidentales, como estos días lo comprobamos en Siria o previamente en Afganistán e Iraq, no se pueden separar de la llegada de balsas con cientos de jóvenes que huyen de aquellos infiernos. Europa y Estados Unidos no han actuado con manos inocentes en la zona. Una llegada masiva de inmigrantes, además, corregiría la curva demográfica tan envejecida en prácticamente toda Europa.