Una economía del bien común
Vuelvo sobre una entrada anterior mía sobre si es posible una economía del bien común; ya dije que no solo era posible, sino deseable, necesaria. Entre el público que asistía a mi conferencia me preguntó uno mi opinión sobre un conocido autor que viene propugnando una economia del bien común, como modelo alternativo al ahora vigente -y perdone el lector si no le cito por su nombre y apellido, pero no tengo ganas de entrar en polémicas con alguien que me merece un gran respeto, en cuanto que se ha lanzado al ruedo para proponer alternativas al paradigma vigente. Pero esas propuestas no me parecen adecuadas.
La razón de fondo es que no veo en ese autor (ni en otros muchos de los que lanzan modelos de otros paradigmos sociales, económicos o políticos) un fundamento sólido. ¿Cuál es el concepto de persona, de empresa, de sociedad, de Estado… que manejan? No lo encuentro. O mejor, lo que encuentro me preocupa, porque no me parece realista.
Proponer el bien común (un concepto de bien común) y la cooperación como reglas de conducta de las personas me parece deseable, pero utópico, porque el ser humano es, a la vez, egoísta y solidario, y pretender que cambiará su manera de actuar porque lo decida una mayoría por vías democráticas no es una buena manera de empezar. Lo que sí veo en esa alternativa esmucha regulación, mucha ley nueva, que limite los beneficios, los precios, el crecimiento de las empresas, las desigualdades de rentas… La ley, por supuesto, sirve para corregir conductas inapropiadas, pero también para coartar la libertad de los ciudadanos. Me temo que todo esto acabe en un Estado policía. Claro que todo eso se decidirá democráticamente, pero nuestro autor reconoce que eso no será posible sin una tarea previa de aprendizaje de los ciudadanos... que, sinceramente, no sé cómo se puede llevar a cabo, si no queremos calificarla de manipulación.
Sinceramente, veo la mano, bien visible, de un poder político fuerte detrás de esas propuestas, acompañada, también de mucha economía, ¿cómo diría?, sospechosa. Las grandes empresas traspasarán sus derechos de voto a los empleados y a la comunidad, que, se supone, actuarán siempre de acuerdo con el bien común democrático, no de acuerdo con sus intereses particulares (o sea, se habrán convertido en el “hombre nuevo” que prometía el comunismo). La banca democráticala controlará el pueblo. Se financiará con préstamos del Banco Central (se supone que esto no generará inflación, claro). Habrá una moneda mundial (porque, claro, ningún país necesitará nunca tener una política monetaria propia, porque las recesiones y las inflaciones habrán desaparecido). La jornada laboral se reducirá gradualmente; cada trabajador tendrá derecho a un año sabáticocada diez años…: esto ya me gusta, oiga. A los empresarios se les pedirán “cualidades de liderazgo”: ¿quién hará esos exámenes? Por favor, cuenten conmigo para lo de trabajar menos, elegir a los directivos y votar en las decisiones de las empresas…
http://blog.iese.edu/antonioargandona/2014/07/15/una-economia-del-bien-comun-ii/
Una economía del bien común (I)
Hace unos días estuve en Sant Julià de Lòria, Andorra, invitado por el Obispado de la Seu d’Urgell, para hablar acerca de si es posible una economía del bien común. Y dije, claro, que sí, que es necesaria. La clave está, me parece, en la sociedad individualista en que vivimos, dominada por algo que en la economía convencional está muy arraigado: la idea de que las personas eligen sus fines de acuerdo con sus preferencias e intereses personales. ¿Y los demás? Bueno, mis relaciones con ellos están moderadas por la ley y, en todo caso, ya negociaré un acuerdo entre sus intereses y los míos. Porque -y esto es algo que también está muy aceptado en nuestras sociedades avanzadas- no hay bienes comunes que compartir: no sabemos si existen y, en todo caso, mejor que no existan porque eso violenta la libertad de elección de cada uno.
Por eso el concepto de bien común que hoy en día corre por ahí es, más bien, el del interés general, que no es sino la suma de los intereses individuales de los ciudadanos. Es decir, las acciones que se llevan a cabo son buenas si la suma de los bienes producidos es mayor que la de los males. Este es el principio utilitarista de la maximización del bienestar social, medido, habitualmente, por el producto interior bruto.
El interés común puede estar muy bien, pero nos ha llevado, en buena medida, a la compleja situación de nuestras economías post-crisis. La supuesta mayor eficiencia de la suma de intereses personales deja fuera todo lo que no sea mensurable en dinero, empezando por la misma esencia de las relaciones humanas, que no son solo contractuales y económicas (si no, pregunte a su madre cuánto cobraba por levantarse por las noches a darle agua, cuando usted era pequeño). La agregación de intereses solo alcanza a los que participan en la producción; los demás son solo cargas improductivas, que hay que sostener, a costa, claro, de la eficiencia. El reparto de los beneficios y cargas no aparece en el concepto de interés general. Y toda la amplia gama deconductas dirigidas a crear rentas y apropiarse de las rentas creadas queda fuera del modelo.
Es lógico, pues, que tengamos que prestar atención a algo que no sea el interés general. Y ahí aparece el concepto de bien común. Pero de esto hablaré otro día.