Crisis de confianza en Occidente
by Lluís Foix •
Es difícil encontrar lugares comunes en esta Europa fragmentada en las ideas y en las políticas. Algo semejante ocurre en la aburrida campaña electoral norteamericana, en la que Donald Trump es detestado por la mayoría de los opinadores y editorialistas biempensantes pero la figura de Hillary Clinton no inspira confianza entre buena parte de sus electores, incluidos los demócratas.
La crisis de confianza en las elites dirigentes occidentales se ve en la agria campaña del Brexit en Gran Bretaña y los apuros que pasa David Cameron para seguir siendo primer ministro. Hay laboristas que votarán sí y conservadores que se inclinarán por el no. El debate no es sobre Europa, sino sobre los británicos que no están seguros de las ventajas y los inconvenientes de dar un paso irreversible.
François Hollande y Manuel Valls tienen al país en estado de agitación, a punto de entrar en una de esas depresiones que de tanto en cuanto sacuden a los franceses con sus revoluciones idealistas que suelen acabar con soluciones conservadoras.
La crónica de Beatriz Navarro del lunes en este diario no hablaba de Europa, sino de Bélgica. Y pintaba un panorama de Estado fracasado, un Estado paria, en el que la corrupción, el caos y el desorden forman parte de la normalidad en un país que alberga la capital política europea pero sumido en la ingobernabilidad, las fricciones territoriales y lingüísticas con una burocracia tan mastodóntica como inútil.
El momento de reconciliación que vivieron el domingo la canciller Merkel y el presidente Hollande al conmemorar el centenario de la inútil y sangrienta batalla de Verdún fue una instantánea tranquilizadora. Pero el episodio conmemorativo estaba lejos de aquel encuentro de 1984 en el que Mitterrand y Kohl se dieron la mano, también en Verdún, para olvidar, perdonar y borrar cualquier espíritu de venganza que pudiera enturbiar el gran secreto de la reconciliación europea que sólo ha sido posible cuando Francia y Alemania han ido de la mano desde queAdenauer y De Gaulle firmaron el tratado del Elíseo en 1963. Cada uno de los 28 estados de la Unión tiene sus prioridades, sus crisis, sus aspiraciones y sus relatos propios. Pero el relato europeo, el que ha contribuido a la creación y al éxito de la Unión, está desdibujándose por falta de liderazgos y por el auge cada vez más inquietante de las razones de Estado que se transforman en populismos y en nacionalismos excluyentes. La crisis de los refugiados ha puesto a Europa ante el espejo roto de sus propios miedos al no querer afrontar con valentía y generosidad a los descartados que llegan a nuestras costas empujados por el hambre, la guerra y las persecuciones. Angela Merkel ha tenido gestos de valentía, pero su visión a largo plazo le puede costar muy cara en las urnas.
Si trasladamos los miedos a nuestro país, nos encontramos con la misma desconfianza de la sociedad hacia sus políticos, que en los últimos meses han demostrado que no hacen ni dejan hacer. Han sido incapaces de pactar con quien no piensa exactamente como ellos, y la consecuencia es que vamos a votar de nuevo el próximo 26 de junio. No pasa nada. Pero habría que exigir en la campaña que haya gobierno antes de las vacaciones de verano. Con grandes pactos o con pactos puntuales y precisos. Al margen de personas.
La política no se hace en la calle ni se decide en asambleas populares. Debería estar en manos de políticos que saben lo que se llevan entre manos. El politólogo Tony Judt habla de la incoherencia de John Maynard Keynes, uno de los inspiradores de la socialdemocracia europea y del New Deal de Roosevelt, al fundar después de la guerra el Royal Ballet y el Arts Council para el mayor disfrute de todos, pero asegurándose de que serían dirigidos por especialistas, por personas que supieran de música y arte.
La meritocracia tiene que formar parte de cualquier proceso de regeneración política. Que todos tengan las mismas oportunidades, pero que sean los que hayan probado con la experiencia su talento los que se encarguen de gestionar las cuestiones públicas. Las imperfecciones y fracasos se dan en todos los sistemas libres. Pero quienes han dado pruebas de incapacidad para dirigir la política de un municipio o un país no pueden repetir sus desatinos. Tener, por ejemplo, un cargo electo y acudir en horas libres a manifestaciones que van en contra de las acciones de un gobierno sustentado por su propia formación me parece una irresponsabilidad.
La frustración no se limita a nuestro entorno. Quizás no advertimos que vivimos unos cambios en los que la palabra dada, el compromiso con la verdad, el rendir cuentas, el valorar la dignidad del otro ya no sirven. No es una revuelta, es la revolución, le dijo el ayudante de cámara a Luis XVI el 14 de julio de 1789.
Publicado en La Vanguardia el primero de junio de 2016