Pocas cosas dirán más de una persona, de sus motores internos y sus pasiones, de sus pavores y fruiciones, que su actitud ante la muerte, y en este sentido los lectores de periódicos podemos presumir de conocer a Oliver Sacks con una intimidad que rara vez se nos ofrece ni con nuestros amigos más próximos. Porque este maravilloso neurólogo y escritor ha tenido la gentileza y la audacia de narrarnos sus últimos meses de vida en dos artículos que se nos quedarán grabados hasta el final de nuestros propios días. Y así sabemos, porque sabemos que Sacks era sincero al decirlo, cuál era su gran fuente de desasosiego ante la muerte inminente: no poder llegar a saber lo que se descubriría al día siguiente; perderse el avance de la ciencia y del conocimiento del mundo; dejar de leer cada semanaNature y Science, sus amadas revistas científicas. Esto lo dice casi todo de él, ¿no es cierto?
Casi todo, pero no todo. Porque Sacks pertenecía a esa rarísima y preciosa categoría de los científicos de letras. La escritura era para él tan necesaria como su investigación, le salía a borbotones en cuanto la descripción de un fenómeno mental, o la experiencia de haber tratado a un nuevo grupo de pacientes, le revelaba una nueva historia, un nuevo ángulo desde el que mirar el objeto más complejo del que tenemos noticia en el universo, el cerebro humano. Su investigación nunca estaba completa hasta que la compartía con su legión de lectores. No es el primer científico del que se puede decir esto, pero sí el último de una lista muy corta y selecta.
Sacks conoció de una forma curiosa a uno de los mayores científicos del siglo XX, Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN e investigador, a partir de los años setenta, de los engranajes neuronales de la consciencia humana. Fue durante la típica cena de cierre de un congreso de neurociencias, creo recordar que en California, y a Sacks le tocó sentarse lejos de Crick, una figura que le parecía mítica e inaccesible. Llegado el momento del café y la copa, sin embargo, Crick se vino a sentar a su lado y, sin haber dicho ni hola, le pidió: “Cuéntame historias”. Se refería, naturalmente, a las historias de pacientes. Sacks se quedó perplejo de que un biólogo molecular, el epítome del enfoque reduccionista sobre el cerebro, se mostrara interesado en el otro extremo del espectro metodológico, el del neurólogo que se pasaba el día atendiendo a los pacientes psiquiátricos del Bronx neoyorquino. Pero aquella conversación de sobremesa fue larga y fructífera, y les unió en una amistad duradera. Los dos están ya muertos.
Los lectores de Sacks sentimos hoy una pena profunda, la pena del huérfano al perder a su padre intelectual, pero esperamos que Sacks no nos deje solos, que alguien, en alguna parte, se sienta motivado a recoger la antorcha y nos siga contando historias, como pedía Crick. En algunos sentidos, desde luego, Sacks será una figura irrepetible. Miembro durante años del grupo de motoristas freaks Los ángeles del infierno, solía decir que entendía bien a sus pacientes porque estaba igual de loco que ellos. Su extraordinaria inteligencia creativa tenía también mucho que ver, probablemente. Pero su obra nutrida debería inspirar a otros de su misma clase, a otros científicos de letras que sientan la misma necesidad de convertir su investigación en un género literario, de percibir la narrativa bella e intensa que se esconde bajo el descubrimiento científico. Ojalá seas tú, lector.
Hasta siempre, Oliver. Ha sido maravilloso.
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/08/30/actualidad/1440937906_118792.html
El neurólogo Oliver Sacks se enfrentó en los últimos meses a la tarea más difícil con la que pueda lidiar cualquier pensador, sobre todo alguien que dedicó toda su obra a tratar de entender el funcionamiento de la mente humana: explicar su propia muerte. En febrero, Sacks anunció en un artículo que padecía cáncer de hígado terminal y este domingo ha fallecido en Nueva York a los 82 años. Le ha dado tiempo a publicar sus memorias, On the move, que editará Anagrama en castellano en breve, y a escribir unos pocos textos en la prensa en los que, con su característica mezcla de humor y lucidez, exploraba las certezas de la vida cuando ya sabía que le quedaba poco tiempo aquí abajo. Una frase de aquel primer texto inolvidable, titulado De mi propia vida, que publicó The New York Times en medio de una conmoción global, resume sus reflexiones: "Por encima de todo, he sido un ser con sentidos, un animal pensante, en este maravilloso planeta y esto, en sí, ha sido un enorme privilegio y una aventura".
Sacks, que nació en Londres en 1933 aunque desarrolló gran parte de su vida profesional en Estados Unidos, deja atrás un puñado de libros inolvidables como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz (Viaje al mundo de los sordos), Un antropólogo en Marte, Con una sola pierna o Alucinaciones (su último título en castellano) y, sobre todo, a muchos pacientes cuya vida es mucho mejor después de haber pasado por sus manos. El fallecido Robin Williams, un actor cuya mente genial y frágil podría haberle convertido en uno de sus personajes, le interpretó en el cine en el filme de Penny MarshallDespertares que obtuvo tres candidaturas al Oscar en 1990.
En sus ensayos, publicados en castellano por Anagrama aunque el primer editor que lo lanzó en el mundo hispano fue Mario Muchnik, Sacks pretende explicar qué nos convierte en seres humanos, el extraño viaje entre la mente y algo que podríamos llamar alma, nosotros, cada ser individual. ¿Cómo funciona la memoria? ¿Por qué y cómo vemos, ven los ojos o ve el cerebro? ¿Qué significa poder oír, escuchar lo que nos rodea? ¿Qué son el amor y el deseo sexual? ¿Qué dicen de nosotros las alucinaciones? ¿Hasta qué punto un autista está aislado del mundo en el que vive? ¿Nos define una enfermedad que padecemos?
El milagro de la identidad positiva
Su gran aportación es haber acercado a millones de lectores en todo el mundo a aquellos que la sociedad se empeña en tratar como diferentes y que Sacks siempre consideró iguales. Nos ayudó, con textos extraordinariamente entretenidos, a comprender la inmensa complejidad de la mente humana y nos permitió atisbar la forma en que se enfrentan al mundo todos aquellos que demasiadas veces preferimos ignorar. "No quiero parecer sentimental ante la enfermedad. No estoy diciendo que haya que ser ciego, autista o padecer el síndrome de Tourette, en absoluto, pero en cada caso una identidad positiva ha surgido tras algo calamitoso. A veces, la enfermedad nos puede enseñar lo que tiene la vida de valioso y permitirnos vivirla más intensamente", explicó en una entrevista con este diario en 1996.
Oliver Sacks nació en Londres y vivió en la capital británica los bombardeos nazis durante la II Guerra Mundial. Sobre esta experiencia escribió un gran artículo en The New York Review of Books, Habla memoria, en el que explicaba los complejos mecanismos de la memoria y la capacidad de los seres humanos para generar recuerdos inexistente que al final son tan sólidos y reales como los auténticos. Su carrera científica se desarrolló en Estados Unidos –aunque nunca llegó a ser ciudadano americano– y se hizo famoso como médico en los años sesenta por sus ensayos sobre el Parkinson (precisamente la historia que cuenta Despertares). Sus libros le proporcionaron un reconocimiento mundial.
Resulta difícil seleccionar alguno de sus personajes por encima de otros. El autista que se acerca al lenguaje a través del dibujo –"El artista autista" en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero– puede servir para resumir su forma de concebir la medicina y la literatura. Este paciente le permite escribir a Sacks: "¿El ser una isla, el estar separado, es inevitablemente una muerte? Puede ser una muerte, pero no inevitablemente. Porque aunque se hayan perdido las conexiones horizontales con los demás, con la sociedad y la cultura, puede haber conexiones verticales, intensificadas y vitales, conexiones directas con la naturaleza, con la realidad, sin influencias". Su personaje lograba esas conexiones directas a través de su capacidad para dibujar. Su reto como científico era darle una oportunidad, buscar formas para guiarlo y lograr que encuentre una vida plena en su diferencia radical. Ese fue siempre su objetivo como científico y como escritor.
En su obituario, The New York Times cuenta una anécdota que resume bastante bien su forma de ver el mundo: recibía unas 10.000 cartas al año, pero respondía siempre "a los menores de 10 años, a los mayores de 90 y a aquellos que estaban en la cárcel". Escribió su último artículo a principios de agosto, titulado Mi tabla periódica: lamentaba a la vez todo lo que se iba a perder ante la inminencia de su muerte –explicaba que ya se encontraba muy enfermo–; pero también celebraba la densidad de su existencia. Y no pensaba rendirse: "Quería divertirme un poco haciendo un viaje a Carolina del Norte para ver el maravilloso centro de investigación sobre lémures de la Universidad de Duke. Los lémures están próximos a la estirpe ancestral de la que surgieron todos los primates, y me gusta pensar que uno de mis propios antepasados, hace 50 millones de años, era una pequeña criatura que vivía en los árboles no tan diferente de los lémures actuales. Me encantan su saltarina vitalidad y su naturaleza curiosa".
Su obra es una descomunal lección de solidaridad, que sigue a fondo el principio que Atticus Finch, el protagonista de la novela de Harper Lee Matar un ruiseñor, explica sus hijos como gran lección de vida: "Nunca conoces realmente a una persona hasta que te has calzado sus zapatos y has caminado con ellos". Sacks nos obligó a caminar con muchos zapatos –los de un ciego, los de un pintor que ha perdido la percepción de un color, los de un autista, los de los sordos– y, encima, lo hizo de una forma extraordinariamente divertida. El hecho de que, como ha contado recientemente, su madre le maldijera cuando le confesó su homosexualidad, seguramente influyó profundamente en la tolerancia hacia la diferencia que marca todos sus ensayos. Cambió la forma en que vemos a los demás, y en que nos vemos a nosotros mismos, y eso es algo que se puede decir de muy pocos autores.
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Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%.
Doy gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida.
“Imagino un rápido deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros”.
He tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos cuantos libros más casi terminados.
Hume continuaba: “Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones”.
En este aspecto soy distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones.
Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: “Es difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”.
En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.
Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento.
Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto).
De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global.
No es indiferencia sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos.
Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.
No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores.
Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
Oliver Sacks, catedrático de Neurología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York, es autor de numerosos libros, entre ellos Despertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.
© Oliver Sacks, 2015.
Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.