Torra es la vergüenza de la Generalitat
El 'president' engaña. En realidad, apenas hace otra cosa, aparte de incursiones activistas, que engañar
Quim Torra engaña. En realidad, apenas hace otra cosa, aparte de incursiones activistas, que engañar.
Es falaz su pretensión de que infestar las fachadas y balcones de edificios oficiales con símbolos políticos no universales —que muchos consideran respetables, pero grupales, o partidistas— responde a la libertad de expresión.
Y más aún en tiempo preelectoral, en que las autoridades deben velar por una exquisita neutralidad institucional. Bueno, si es que creen en las instituciones que presiden.
La libertad de expresión no es de los edificios, sino de los ciudadanos. Se ejerce en la calle libremente. Y en las instituciones, de forma bastante más reglada. Y es una burla que se manipule ese derecho, que tanta sangre, sudor y lágrimas ha costado, a efectos meramente electoralistas.
El bien jurídico a proteger en este asunto no es la libertad de expresión, que el ciudadano Torra (y con él, todos los catalanes) ejerce con plenitud escandinava. Incluso, desbordando sus límites y los de la cortesía más convencional.
El bien que debe ser amparado es, muy al contrario, el derecho de los ciudadanos a elecciones libres, con respeto a las reglas, mediando la neutralidad de instituciones y autoridades.
Eso es lo que dispone el artículo 23 de la Constitución, que consagra el derecho a la participación política: “Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal”.
Es el sistema escandinavo, no el de la justicia a la polaca que preveían las leyes de desconexión; no el del remedo de Constitución del juez Vidal, que marginaba a los considerados no-patriotas; no el de los referendos ilegales, sin censo, sin autoridad legítima, sin colegio electoral adscrito, sin (apenas) pluralismo en los medios oficiales.
De manera que lo que ha perpetrado Torra es una violación de ese derecho de los catalanes y, por ende, del Estado de derecho. Ha perjudicado a todos sus conciudadanos. Ha involucrado a sus socios de gobierno, de Esquerra, que por vez primera se han negado estentóreamente a tapar sus vergüenzas, de forma visualizable y ya sin sordina. Ha mentido durante 11 días asegurando que iba a pedir un dictamen al Síndic de Greuges, cuando ya lo tenía en su cajón.
Este hombre es la vergüenza de la Generalitat.
No. No lo llamen desobediencia civil
Javier de Lucas
Publicada el 25/03/2019 a las 06:00Actualizada el 24/03/2019 a las 14:27
Entre los defensores de la causa secesionista en Cataluña, pero no sólo, se ha convertido en lugar común sostener la desobediencia como estrategia política e invocar en su apoyo la tradición de la desobediencia civil. No me ocuparé de la contradicción en que incurre el Govern de la Generalitat –cuya legitimidad de origen se basa indiscutiblemente en el refrendo democrático, libre y por cierto abrumador en Catalunya a la Constitución de 1978, es decir, al orden constitucional– cuando espolea a los ciudadanos a desobedecerla de facto, cuando les parezca bien, a ignorarla unilateralmente (“apreteu”).
Menos todavía, de esa flagrante violación del orden legítimo que se produce cuando un Govern desobedece las decisiones del órgano independiente propio del Estado de derecho en períodos electorales (la Junta Electoral Central), jugando al engaño con lazos y pancartas. Si la autoridad de la que emana el Derecho y encargada de hacerlo cumplir convierte aleatoriamente (según su arbitrio) la obediencia a sus normas en una opción, deja de tener capacidad de exigir obediencia: no puede existir un derecho genérico a la desobediencia sin que la noción de Derecho desaparezca. A mi juicio, pierde así la razón para exigir a su vez obediencia a los propios mandatos, a sus leyes. Simplemente, ese mensaje no es que sea irresponsable, es que no es serio.
Cuestión absolutamente distinta es la del «derecho a la desobediencia civil». Pero, por las razones que expondré, tampoco me parece justificada esta invocación que se hace desde el secesionismo de la noble tradición de la desobediencia civil. Añadiré que considero absolutamente impropio equiparar a algunos de los protagonistas del procés (políticos, como Mas, Junqueras, Rus o Turull y representantes de la sociedad civil como Cuixart) con reconocidos representantes de la tradición de la desobediencia civil y de la lucha contra la discriminación en derechos humanos y fundamentales, una lista que va de Rosa Parks, M.L.King o Malcom X, a Gandhi o Mandela.
No me lo parece, sobre todo cuando, como trataré de mostrar, es discutible que todos esos nobles precedentes practicasen la desobediencia civil y no, más bien, el “derecho de resistencia” que, en su versión iusnaturalista, cabe remitir al alegato de Antígona. Por no hablar de la, a mi juicio, indebida apropiación de ese concepto cuando se recurre a analogías que, en mi opinión, son de todo punto impropias. Así, afirmaciones como, por ejemplo, ”está en nuestro ADN”, (sic) para sostener la peregrina tesis de que «el pueblo catalán» es pacífico por naturaleza, muy en la línea romántico/naturalista y absolutamente acientífica de Möser y Herder (los pueblos como plantas de la historia), de donde la criminalidad, la violencia, serían cosa de los no catalanes.
El mismo pueblo que según esta tradición épico-romántica, tiene como símbolo sagrado un himno que exhorta al «pacífico» bon colp de falç y entre sus iconos, los guerreros unas veces victoriosos (almogávares, el tambor el Bruch) otros, derrotados (Rafael Casanovas, Josep Moragues). Peor aún, se sostiene como meritoria una argumentación que supone una notable confusión de los órdenes normativos que ha costado siglos separar: la distinción entre lo que es pecado y lo que es delito, para entendernos. Así sucede cuando el Sr Junqueras y algunos otros utilizan la referencia a sus convicciones religiosas y morales o su afiliación a movimientos parroquiales, o a ONGs religiosas, como prueba –jurídica– de su inocencia, sin que nadie parezca alarmarse por esta versión de nacionalcatolicismo que parece impregnar a una parte de los militantes de la causa del procés, con el sagrado tótem de Montserrat de fondo. Por cierto, un tótem que ampara abusos sexuales, según hemos sabido, sin que hayamos escuchado condena o exigencia de responsabilidades por parte de Puigdmont, Torra o Artadi.
No. Sostengo que el hecho de recurrir a estrategias de movilización ciudadana, vinculadas a la historia de desobediencia civil, no constituye necesariamente desobediencia civil, sino que en muchas ocasiones –a mi juicio, en ésta– es otra cosa: rebeldía (que no rebelión en el sentido penal), o incluso revolución; eso sí, no violentas.
No basta con la no-violencia para que podamos hablar de desobediencia civil
El quid de la cuestión, a mi juicio, es que para hablar de desobediencia civil no basta que las actuaciones que la invocan tengan el rasgo de no violentas. Hace falta algo más. Y por eso creo que en las manifestaciones ciudadanas, pacíficas, organizadas por diferentes agentes de la opción secesionista falta un elemento clave de la noción de desobediencia civil, tal y como la entienden desde el padre del concepto moderno, H.D.Thoreau, hasta gentes como H.A. Bedau, B.Russell, H.Arendt, J.Rawls o J.Habermas.
Para que los actos de desobediencia constituyan desobediencia civil es necesario, sobre todo, que invoquen un fundamento de legitimidad comúnmente aceptado, porque su objetivo no es impugnar el marco jurídicopolítico de convivencia, sino muy al contrario, impugnar una norma, una decisión, una actuación política, jurídica, administrativa que se entiende no es conforme con las reglas de juego que todos hemos aceptado. Se trata de apelar a la mayoría para convencerla de que el acto o decisión impugnado debe ser revisado para restablecer las reglas de juego comunes. Por eso, para conseguirlo, se puede acudir incluso a la violación de leyes que no se discuten ni impugnan, que es lo que llamamos desobediencia civil indirecta, la más frecuente, la que practican aquellos que, para llamar la atención sobre la ilegitimidad de una decisión, se sientan ante un juzgado, o se niegan a pagar un impuesto que, de suyo, no impugnan.
Ahora, cuando tanto se habla del conflicto entre democracia y legalidad, entre democracia y Estado de Derecho, es necesario recordar que, en Estados constitucionales como los nuestros, donde los principios de legitimidad están incorporados directamente en la norma que establece las reglas de juego con las que hemos decidido organizarnos (o indirectamente: por ejemplo, por el reenvío a normas o criterios interpretativos del Derecho internacional), la desobediencia civil ya no apela a leyes naturales o divinas, sino a esas normas básicas que nos hemos dado a nosotros mismos como reglas de juego. Y eso, mal que pese a algunos, se llama Constitución.
El mandato de desobedecer
¿Eso quiere decir que no es nunca legítimo impugnar la Constitución? No, porque no cabe excluir la posibilidad de casos en los que el bloqueo político y la violación de derechos sean tan graves que contaminen de invalidez a la propia Constitución. Esoconduce a la rebeldía revolucionaria, al derecho de resistencia que, a su vez, como lo hicieron Gandhi o el segundo Mandela, que no consideraban legítimo el orden legal británico en India ni el régimen del apartheid en Sudáfrica, puede elegir la vía de la no-violencia. Pero en esos casos no es correcto hablar de desobediencia civil, pues ni Gandhi ni Mandela aspiraban a mantener las reglas de juego impuestas por los británicos o los afrikaners, sino a cambiarlas por completo, a sustituir un régimen evidentemente ilegítimo, por colonial, por antidemocrático, por otro, fruto de la libre decisión de los ciudadanos tratados como súbditos de un imperio ajeno.
Es posible e incluso legítimo (aun diría más, en algunos casos, obligado) impugnar unilateralmente la propia regla de juego, la Constitución: pero si y solo si se prueba que, en efecto, era antidemocrática (impuesta unilateralmente, como en los supuestos coloniales) o bien que ha devenido en la práctica en un orden ilegítimo, que mantiene graves violaciones de derechos humanos. Pero, pese a los esfuerzos de la retórica secesionista, ni la Constitución española de 1978 fue un ejercicio de dominio colonial sobre Catalunya, ni asistimos hoy en Catalunya y en España a una violación tan grave y generalizada de los derechos humanos que haya subvertido el orden constitucional, aunque, desde luego, hayamos vivido un retroceso preocupante en no pocas garantías de derechos en los últimos años, retroceso que debe ser denunciado y corregido y sus responsables deben rendir cuentas. Pero todos los indicadores internacionales siguen situando a España como una democracia constitucional, con indicadores incluso superiores a los de otros Estados de la UE, si se acude por ejemplo al número de condenas por el TEDH de Estrasburgo.
Quienes no aceptan el marco constitucional e invocan unilateralmente otros criterios de legitimidad diferentes de aquellos por los cuales hemos aceptado autoobligarnos la mayoría de los ciudadanos, a mi entender no deben hablar de desobediencia civil. La unilateralidad rompe con la civilidad y, una de dos: o es un abuso, o se pone abiertamente fuera de juego. En ambos casos, aunque se acuda a acciones propias de la tradición de la desobediencia civil, no se ejerce desobediencia civil, sino otra cosa. Es mejor para todos que así se diga y se defienda. Para no confundir, es decir, para estar de acuerdo y entendernos sobre a qué estamos jugando y qué nos estamos jugando.
Menos todavía, de esa flagrante violación del orden legítimo que se produce cuando un Govern desobedece las decisiones del órgano independiente propio del Estado de derecho en períodos electorales (la Junta Electoral Central), jugando al engaño con lazos y pancartas. Si la autoridad de la que emana el Derecho y encargada de hacerlo cumplir convierte aleatoriamente (según su arbitrio) la obediencia a sus normas en una opción, deja de tener capacidad de exigir obediencia: no puede existir un derecho genérico a la desobediencia sin que la noción de Derecho desaparezca. A mi juicio, pierde así la razón para exigir a su vez obediencia a los propios mandatos, a sus leyes. Simplemente, ese mensaje no es que sea irresponsable, es que no es serio.
Cuestión absolutamente distinta es la del «derecho a la desobediencia civil». Pero, por las razones que expondré, tampoco me parece justificada esta invocación que se hace desde el secesionismo de la noble tradición de la desobediencia civil. Añadiré que considero absolutamente impropio equiparar a algunos de los protagonistas del procés (políticos, como Mas, Junqueras, Rus o Turull y representantes de la sociedad civil como Cuixart) con reconocidos representantes de la tradición de la desobediencia civil y de la lucha contra la discriminación en derechos humanos y fundamentales, una lista que va de Rosa Parks, M.L.King o Malcom X, a Gandhi o Mandela.
No me lo parece, sobre todo cuando, como trataré de mostrar, es discutible que todos esos nobles precedentes practicasen la desobediencia civil y no, más bien, el “derecho de resistencia” que, en su versión iusnaturalista, cabe remitir al alegato de Antígona. Por no hablar de la, a mi juicio, indebida apropiación de ese concepto cuando se recurre a analogías que, en mi opinión, son de todo punto impropias. Así, afirmaciones como, por ejemplo, ”está en nuestro ADN”, (sic) para sostener la peregrina tesis de que «el pueblo catalán» es pacífico por naturaleza, muy en la línea romántico/naturalista y absolutamente acientífica de Möser y Herder (los pueblos como plantas de la historia), de donde la criminalidad, la violencia, serían cosa de los no catalanes.
El mismo pueblo que según esta tradición épico-romántica, tiene como símbolo sagrado un himno que exhorta al «pacífico» bon colp de falç y entre sus iconos, los guerreros unas veces victoriosos (almogávares, el tambor el Bruch) otros, derrotados (Rafael Casanovas, Josep Moragues). Peor aún, se sostiene como meritoria una argumentación que supone una notable confusión de los órdenes normativos que ha costado siglos separar: la distinción entre lo que es pecado y lo que es delito, para entendernos. Así sucede cuando el Sr Junqueras y algunos otros utilizan la referencia a sus convicciones religiosas y morales o su afiliación a movimientos parroquiales, o a ONGs religiosas, como prueba –jurídica– de su inocencia, sin que nadie parezca alarmarse por esta versión de nacionalcatolicismo que parece impregnar a una parte de los militantes de la causa del procés, con el sagrado tótem de Montserrat de fondo. Por cierto, un tótem que ampara abusos sexuales, según hemos sabido, sin que hayamos escuchado condena o exigencia de responsabilidades por parte de Puigdmont, Torra o Artadi.
No. Sostengo que el hecho de recurrir a estrategias de movilización ciudadana, vinculadas a la historia de desobediencia civil, no constituye necesariamente desobediencia civil, sino que en muchas ocasiones –a mi juicio, en ésta– es otra cosa: rebeldía (que no rebelión en el sentido penal), o incluso revolución; eso sí, no violentas.
No basta con la no-violencia para que podamos hablar de desobediencia civil
El quid de la cuestión, a mi juicio, es que para hablar de desobediencia civil no basta que las actuaciones que la invocan tengan el rasgo de no violentas. Hace falta algo más. Y por eso creo que en las manifestaciones ciudadanas, pacíficas, organizadas por diferentes agentes de la opción secesionista falta un elemento clave de la noción de desobediencia civil, tal y como la entienden desde el padre del concepto moderno, H.D.Thoreau, hasta gentes como H.A. Bedau, B.Russell, H.Arendt, J.Rawls o J.Habermas.
Para que los actos de desobediencia constituyan desobediencia civil es necesario, sobre todo, que invoquen un fundamento de legitimidad comúnmente aceptado, porque su objetivo no es impugnar el marco jurídicopolítico de convivencia, sino muy al contrario, impugnar una norma, una decisión, una actuación política, jurídica, administrativa que se entiende no es conforme con las reglas de juego que todos hemos aceptado. Se trata de apelar a la mayoría para convencerla de que el acto o decisión impugnado debe ser revisado para restablecer las reglas de juego comunes. Por eso, para conseguirlo, se puede acudir incluso a la violación de leyes que no se discuten ni impugnan, que es lo que llamamos desobediencia civil indirecta, la más frecuente, la que practican aquellos que, para llamar la atención sobre la ilegitimidad de una decisión, se sientan ante un juzgado, o se niegan a pagar un impuesto que, de suyo, no impugnan.
Ahora, cuando tanto se habla del conflicto entre democracia y legalidad, entre democracia y Estado de Derecho, es necesario recordar que, en Estados constitucionales como los nuestros, donde los principios de legitimidad están incorporados directamente en la norma que establece las reglas de juego con las que hemos decidido organizarnos (o indirectamente: por ejemplo, por el reenvío a normas o criterios interpretativos del Derecho internacional), la desobediencia civil ya no apela a leyes naturales o divinas, sino a esas normas básicas que nos hemos dado a nosotros mismos como reglas de juego. Y eso, mal que pese a algunos, se llama Constitución.
El mandato de desobedecer
¿Eso quiere decir que no es nunca legítimo impugnar la Constitución? No, porque no cabe excluir la posibilidad de casos en los que el bloqueo político y la violación de derechos sean tan graves que contaminen de invalidez a la propia Constitución. Esoconduce a la rebeldía revolucionaria, al derecho de resistencia que, a su vez, como lo hicieron Gandhi o el segundo Mandela, que no consideraban legítimo el orden legal británico en India ni el régimen del apartheid en Sudáfrica, puede elegir la vía de la no-violencia. Pero en esos casos no es correcto hablar de desobediencia civil, pues ni Gandhi ni Mandela aspiraban a mantener las reglas de juego impuestas por los británicos o los afrikaners, sino a cambiarlas por completo, a sustituir un régimen evidentemente ilegítimo, por colonial, por antidemocrático, por otro, fruto de la libre decisión de los ciudadanos tratados como súbditos de un imperio ajeno.
Es posible e incluso legítimo (aun diría más, en algunos casos, obligado) impugnar unilateralmente la propia regla de juego, la Constitución: pero si y solo si se prueba que, en efecto, era antidemocrática (impuesta unilateralmente, como en los supuestos coloniales) o bien que ha devenido en la práctica en un orden ilegítimo, que mantiene graves violaciones de derechos humanos. Pero, pese a los esfuerzos de la retórica secesionista, ni la Constitución española de 1978 fue un ejercicio de dominio colonial sobre Catalunya, ni asistimos hoy en Catalunya y en España a una violación tan grave y generalizada de los derechos humanos que haya subvertido el orden constitucional, aunque, desde luego, hayamos vivido un retroceso preocupante en no pocas garantías de derechos en los últimos años, retroceso que debe ser denunciado y corregido y sus responsables deben rendir cuentas. Pero todos los indicadores internacionales siguen situando a España como una democracia constitucional, con indicadores incluso superiores a los de otros Estados de la UE, si se acude por ejemplo al número de condenas por el TEDH de Estrasburgo.
Quienes no aceptan el marco constitucional e invocan unilateralmente otros criterios de legitimidad diferentes de aquellos por los cuales hemos aceptado autoobligarnos la mayoría de los ciudadanos, a mi entender no deben hablar de desobediencia civil. La unilateralidad rompe con la civilidad y, una de dos: o es un abuso, o se pone abiertamente fuera de juego. En ambos casos, aunque se acuda a acciones propias de la tradición de la desobediencia civil, no se ejerce desobediencia civil, sino otra cosa. Es mejor para todos que así se diga y se defienda. Para no confundir, es decir, para estar de acuerdo y entendernos sobre a qué estamos jugando y qué nos estamos jugando.