Por qué un federalismo social
Hay quien se opone a culminar el Estado autonómico en un modelo federal y no se da cuenta de que estamos cayendo en una especie de “bilateralismo confederal” que genera desigualdades y desbarajustes
Siempre que la democracia se ha abierto camino en España ha tendido a fórmulas federalizantes de organización del Estado, mientras que con las dictaduras se ha impuesto el centralismo más estrecho. Aparte de la malograda I República federal, desquiciada por propios y extraños, la Constitución de la II República, a pesar de su definición como “Estado integral” —no iba a decir Estado “desintegrado”—, estableció la autonomía de municipios y regiones. Autonomía que se plasmó en los estatutos de Cataluña, el País Vasco y los non natos de Galicia y Andalucía debido al inicio de la Guerra Civil. Es probable que hubieran surgido otros —hubo un proyecto para Extremadura— si la República hubiera sobrevivido. En el fondo, el federalismo es la forma más natural de nuestro Estado, pues somos un país plural en su unidad con lenguas, culturas, derechos e instituciones diversas dentro de una historia común. Tan común que cuando en España hay democracia o dictadura, monarquía o república, la hay en todos los territorios, por mucho que se empeñen algunos en fantasías secesionistas. Incluso cuando se ha pretendido una vida aparte aprovechando el final de las guerras europeas, tanto en la I como en la II, el envite no encontró el más mínimo eco en las potencias decisoras.En la Constitución de 1978, con la forma estatal de Monarquía parlamentaria, acordamos lo que se ha llamado el Estado de las autonomías, con nacionalidades —“condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación” (según definición de la RAE)— y regiones, extendiéndose los estatutos a todas ellas. Supuso un avance histórico de descentralización del poder político, que la doctrina ha llegado a calificar de “cuasi federal”. Pero en la política, como en la vida, no se puede ser siempre “cuasi algo” sin pagar un precio. Se les ha dicho a los ciudadanos que no hay diferencia entre la autonomía y la federación y esto no es verdad. ¿Cómo podría ser verdad con el Senado que tenemos, muy lejos de la Cámara territorial que ordena el artículo 69.1 de la Constitución? ¿Cómo va a ser cierto con el barullo competencial que arrastramos y el descontento general sobre el sistema de financiación?
La Constitución de 1978 sigue siendo válida en lo fundamental, pero conviene ponerla al día
Han transcurrido 40 años desde que se aprobó la Constitución de 1978 y demasiadas cosas han cambiado: pertenecemos a la UE y ni tan siquiera se menciona en la Constitución; hemos construido el Estado de bienestar, cuyas principales competencias corresponden a las comunidades autónomas; la revolución femenina es un hecho transformador; la globalización se ha acelerado y no tener en cuenta sus efectos es no saber en qué mundo se vive; la revolución digital lo cambia todo en todos los aspectos, incluido el de los derechos; han surgido de la crisis económica y la desigualdad amenazas en forma de nacionalismos, populismos y antieuropeísmos, que se extienden como la lepra por toda Europa. ¿Podemos quedarnos estáticos? La Constitución de 1978 es lo mejor que hemos hecho en nuestra historia y sigue siendo válida en lo fundamental, pero conviene ponerla al día si no queremos colocarla en estado de riesgo.
Lo más arduo es crear un estado de opinión favorable a los cambios que facilite el necesario consenso
Resulta argumento estulto afirmar que para esta operación política se necesita un consenso que hoy no existe y que, además, los partidos secesionistas no se conformarían con una reforma de este tenor. Se olvida que el consenso no es punto de partida sino producto de la relación de fuerzas y de la necesidad, cuando las demás opciones son peores. ¿O alguien cree que la Constitución de 1978 fue producto de un consenso previo? Además, la reforma que se propone no obedece a un fenómeno secesionista sino a una necesidad nacional. Sin embargo, es más que probable que una parte de los que hoy pregonan la independencia apoyarían un proyecto en común más social y más federal. También se argumenta que, con el ambiente actual de enfrentamiento entre los partidos e incluso con fuerzas que de un lado y de otro —nacionalismos de diverso pelaje— plantean la ruptura constitucional, no parece lo más realista pretender avanzar en un sentido federal. La tentación sería ampararse en el popular “virgencita, que me quede como estoy”. Craso error, pues precisamente por esas tensiones y amenazas es más necesario que nunca abordar las reformas que corrijan las disfunciones actuales y así fortalecer nuestro Estado. Ello contribuiría también a renovar el pacto constitucional con la participación de las jóvenes generaciones que no tuvieron ocasión de votar la Constitución de 1978.
Quizá lo más arduo de la tarea sea crear un estado de opinión favorable a los cambios que acabe transformándose en un movimiento ciudadano facilitador del necesario consenso. Porque hay que ser siempre consciente de que una reforma de la Constitución debe de ser obra de amplios acuerdos entre diferentes fuerzas políticas y con la ciudadanía. Creo que vale la pena intentarlo.
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Nicolás Sartorius preside la Asociación por una España Federal.
Cataluña en España
Antes del 'procés', la carga de totalitarismo horizontal estaba ya preparada, y nada tiene de extraño que acabara resurgiendo enfrente el nacionalismo del tipo Acción Española
En Los bakuninistas en acción, de 1873, Friedrich Engels anotó que Barcelona era "el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad en el mundo". Entre 1840 y 1843 se había sublevado casi al ritmo de una vez por año y desde entonces se registraron la Semana Trágica, octubre de 1934 y elsfets de maig en 1937, la gran insurrección anarquista en plena guerra civil. Semejante constatación no solo cuestiona el tópico del seny, sino también las variantes de ensayismo donde todo el conflicto se reduce al choque de dos nacionalismos recién consolidados o a los errores cometidos para que adquiriese tanta fuerza el independentismo.
La historia por sí misma no resuelve nada, pero por lo menos arroja luz sobre los problemas actuales. Volviendo a esa propensión insurreccional de los catalanes, cabe aplicar la máxima de que si el río suena, agua lleva; esto es, que cabría valorarla como síntoma muy significativo de un problema de fondo, y más si recordamos la revuelta de 1640. Verosímilmente nos encontramos ante un desajuste de larga duración entre la realidad política catalana y la forma estatal hispana, tanto en el Antiguo Régimen como en la edad contemporánea. Y como tantas veces sucede en los movimientos sociales, la tensión acumulada se activa y da lugar a la eclosión, aquí de la marea independentista, cuando circunstancias inesperadas crean la estructura de oportunidad política, como sucedió con la reforma del Estatuto y la incidencia de la crisis económica. No hubo estrictamente simetría de nacionalismos, porque el desbordamiento del orden constitucional formaba ya parte del proyecto estatutario de Maragall y la enmienda a la totalidad del PP fue rechazada. Tal asimetría resultó evidente al comprobarse el éxito movilizador del lema Som una nació en 2012 y cuando la Generalitat lanzó por su cuenta el procés. Por parte de Rajoy solo hubo pasividad. Otra cosa sucedió inevitablemente a partir de septiembre de 2017.
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España tampoco va a librarse de la simplificación, en vigor desde el catalanismo de 1900, como Estado, nunca nación; tampoco de la imagen esencialista de la España eterna. Lo cierto es que la identidad hispana arranca de muy atrás, desde que el cronista mozárabe de 754 lamenta las Spaniae ruinas y pervive con distintos acentos hasta su afirmación desde el siglo XVI. En la unión de Coronas de Castilla y Aragón no está un Estado español, aunque sí potencie una identidad española ampliamente reconocida. La trayectoria unificadora, alcanzada por la guerra desde 1714, fue propia de una "monarquía de agregación", no simplemente una monarquía compuesta; como en Reino Unido y en Francia, por distintas vías, la pluralidad se articula en torno a un núcleo central, Castilla. De ahí que agregación no acabe para España generando integración.
El proceso de construcción nacional tropieza en nuestro XIX con los estrangulamientos derivados del atraso económico. Agricultura pobre, analfabetismo, caciquismo, agonía colonial, guerras civiles y militarismo, fueron otros tantos ecos suyos, mientras el desajuste entre Cataluña y España se traduce en desfase. Lo reflejarán el enteco socialismo, el anarcosindicalismo, incluso el comunismo de la transición, y los estallidos insurreccionales, expresión de malestar recurrente. Los intelectuales catalanistas mantenían la llama sagrada de la historia convertida en mito, en torno al 1714, según cuenta Perre Vilar en sus apuntes de los años 20. Pero el calado popular no fue una invención: ya en 1842 los insurrectos gritan "¡A la Ciudadela!", para asaltar la fortaleza construida por Felipe V, y los retratos de este rey arderán en 1868. No obstante, aun cuando en noviembre de 1842 sea proclamada "la independencia de Cataluña", transitoria —curioso antecedente de futuro—, el horizonte republicano es federal, lo mismo que el grito: República volem, República tindrem.
La historia por sí misma no resuelve nada, pero por lo menos arroja luz sobre los problemas actuales
La perdida de Cuba marcó el avance decisivo, después de la exaltación patriotica que respaldó la conservación de las Antillas, con Weyler como presunto salvador. Ante el desastre, la reacción inmediata para los catalanistas consistirá en afirmarse como nación frente a España, reducida al papel de Estado opresor. Un esquema maniqueo, destinado a durar.
Las sucesivas peripecias de la política española no alterarán el esquema inicial, aun cuando varíen las expresiones políticas, comprendida la fascistización de Estat Catalá durante la República, antecedente en xenofobia de Quim Torra y su gente. Ya desde la transición, los Gobiernos democráticos de Madrid asistirán pasivos a la formación de la tormenta, a pesar de los signos de alarma que acompañaron a los debates sobre la marginación del castellano en la enseñanza y en la vida pública (esperpénticas multas por titular en español). Más que el tema en sí, importó la campaña de agresiones físicas y verbales, estas últimas por aparentes demócratas, contra quienes defendieran el equilibrio lingüístico (franquistas, lerrouxistas, botiflers, vuelta a 1714). Antes del procés, la carga de totalitarismo horizontal estaba ya preparada, y nada tiene de extraño que acabara resurgiendo enfrente el nacionalismo del tipo Acción Española. Es el más desfavorable de los escenarios, con los intereses económicos catalanes como única barrera de contención, en que puede apoyarse Pedro Sánchez.
El péndulo oscila entre el impulso desestabilizador de las movilizaciones proindependencia que estallarán con los juicios, y las exigencias políticas y económicas de signo opuesto, casi sin defensores. Recupera actualidad el juicio de Almirall: "El odio y el fanatismo solo pueden dar frutos de destrucción y de tiranía, nunca de unión y de concordia".
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https://elpais.com/elpais/2019/02/07/opinion/1549562074_909786.html?fbclid=IwAR1CGn-qdEVleAmGLkzLvx6AydN8tNIKvZ6ZbaheXogLyh8wXxwwGCxwxIk
La hora del Rey (por una monarquía federal)
El jefe del Estado dispone de una indudable capacidad de neutralidad activa, es decir, ajena a intereses concretos, pero no indiferente a la suerte de las grandes políticas para facilitar la convivencia
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Cuanta mayor es la intensidad social y política de un momento, mayor es el riesgo que corremos de que nos suceda aquello de lo que la sabiduría popular nos tenía advertidos desde antiguo, y es que los árboles (de la actualidad en este caso) no nos dejen ver el bosque (del contexto histórico más amplio). Pero si aspiramos, además de a entender adecuadamente lo que está ocurriendo, a acertar con lo que conviene hacer, se impone intentar asumir la perspectiva más amplia posible, distinguiendo, de entre la maraña de problemas con los que nos hemos de enfrentar, los de carácter coyuntural de los más estructurales.
Es evidente que la sociedad española registra un estéril estado de ánimo que consiste en una resignación escéptica y pesimista. Las reformas legales de diverso tipo que nuestro país necesita están encontrando enormes dificultades para abrirse paso, debido en gran medida a que el nuevo mapa político que se ha ido configurando en los últimos tiempos, aunque por un lado parece haber acabado con el bipartidismo hegemónico durante décadas, por otro ha acentuado, en cierto modo paradójicamente, la dinámica de bloques. Con el agravante de que las fuerzas periféricas que a menudo pueden decidir el signo de ese inestable equilibrio vienen emitiendo desde hace un tiempo señales inquietantes de su desinterés por estabilizar la situación.
Las reformas legales que España necesita encuentran enormes dificultades para abrirse paso, debido en gran medida al nuevo mapa político
Pero este estado de hechos en modo alguno ha de tener como desembocadura inevitable el derrotismo. Por el contrario, hemos de ser capaces de convertir los problemas que surgen de la convivencia de una sociedad dinámica y atravesada por las contradicciones de los tiempos convulsos que vivimos en oportunidad para reinventarnos y reformular, sin destrozar lo ya construido, soluciones y hallazgos que revaliden el éxito de la transición de la dictadura a la democracia.
Hay que atraer hacia las reformas estructurales que necesitamos tanto a los que alardean de que con ellos no se tocará ni una coma de la Constitución (¿ni para mejorarla?, habría que preguntarles), como a los que obstaculizan la menor reforma con unas exigencias desproporcionadas (¿hay que convocar un referéndum para cambiar el redactado del texto constitucional y poder denominar discapacitados a los que en el texto de 1978 aún eran llamados disminuidos?). Sin olvidar, por supuesto, a aquellos nacionalismos que tienen como horizonte último desvincularse del proyecto común de España (a este respecto no cabe soslayar que la crisis constitucional que plantea Cataluña es profunda, seria y hasta dramática).
También dichos nacionalismos tendrían que sentirse concernidos por la reformulación de nuestro pacto de convivencia. Porque no se trata de una exigencia que les venga de fuera, sino que brota de su propia condición de sociedades plurales, de comunidades heterogéneas. Su diversidad interna se corresponde con la de la propia España de tal modo que, no solo por lealtad a un proyecto común, sino también —y tal vez sobre todo— por cautela en la preservación de su propia convivencia, deberían incorporarse a una tarea reformista que evite las muchas frustraciones que generan las decisiones binarias y la extranjerización de una parte de sus ciudadanos que comparten identidades y afectos. Para todos esos nacionalismos, el panorama de las sociedades rotas por consultas que no hacen otra cosa que dividir y enfrentar, como la del Brexit, o el fracaso económico de Quebec deberían constituir motivos de severa reflexión.
Los países como España, de composición territorial plural, deben ir ajustando según los períodos históricos sus fórmulas de convivencia. La Constitución de 1978, con su espíritu de transacción, constituye la plataforma para una aproximación a las soluciones si optamos por cerrar el modelo autonómico con una amplia reforma del Título VIII, federalizando el Estado pero sin abrir un innecesario e incontrolable proceso constituyente. No habría que alterar los aspectos dogmáticos de la Carta Magna, pero sí reunir el cúmulo de reflexiones académicas y políticas sobre su reforma, elaboradas en los últimos años, para que nuestra ley de leyes se depure de anacronismos, registre actualizaciones como nuestra pertenencia a Europa, acoja nuevas realidades como la radical igualdad entre hombres y mujeres, y reinterprete las comunidades autónomas desde el punto de vista de la naturaleza jurídica de sus Estatutos que son ahora leyes orgánicas. Sin olvidar la muy deseable constitucionalización de derechos sociales, que tanto costó conquistar.
La Constitución de 1978, con su espíritu de transacción, constituye la plataforma para una aproximación a las soluciones
La federalización del Estado sería un modelo que rescataría a nuestro sistema constitucional de dos de sus principales defectos: de una parte, su ambigüedad, que autoriza interpretaciones diferentes y, en algunos casos, excéntricas; de otro, su transitoriedad, ya que el modelo territorial permanece abierto, es competencialmente conflictivo y establece una insana competición entre la Administración General del Estado y las administraciones autonómicas. Debe instalarse el principio cooperativo sobre el competitivo y una mayor horizontalidad en detrimento de la verticalidad, ambos principios operativos y eficaces de los modelos plenamente federales.
Llegados a este punto, hay que añadir que el papel del Rey debería ser determinante. Porque de la misma manera que en la Transición el jefe del Estado entonces, Juan Carlos I, fue el "motor del cambio", entregando sus poderes autocráticos a la soberanía popular reflejada en la Constitución, es preciso en este momento que Felipe VI sea el "motor de la reforma" actualizando la Corona como el vértice de una monarquía federal que evoque la que históricamente fue una monarquía plural o compuesta y se alinee con otras de parecidas características. En este sentido, el jefe del Estado dispone de una indudable capacidad de neutralidad activa, es decir, ajena a intereses concretos, pero no indiferente a la suerte de las grandes políticas para facilitar la convivencia de España. Una monarquía federal resumiría en dos palabras la forma de Estado (la Jefatura del Estado titularizada por el Rey sometido al Parlamento) y el modelo de Estado (federal, es decir, cohesivo y máximamente descentralizado). Los poderes arbitrales que la Constitución atribuye al Rey le exigen esa neutralidad activa a la que nos referimos y le otorgan capacidades de aliento, impulso y tutela del proceso de reforma y de conciliación de los ciudadanos sea cual sea su identidad territorial.
En todo caso, una advertencia final resulta poco menos que imprescindible dejar planteada. Quienes tanto gustan de puntualizar que la Transición no fue el mérito de unos pocos sino de la sociedad española en su conjunto deberían aplicarse ahora el mismo razonamiento y extraer las consecuencias correspondientes. Esta reforma constitucional tiene sentido solo y exclusivamente si se acompaña de un nuevo espíritu colectivo que anteponga la ciudadanía a las identidades sean cuales estas fueren y, por lo tanto, entienda al interlocutor político, aun en la discrepancia, en su integridad plena. No es posible seguir con algunas equivalencias banderizas según las cuales la derecha es nacional y la izquierda no lo es, o la izquierda es democrática y la derecha no lo es. La identidad —la común y la territorial— y la militancia democrática no es patrimonio exclusivo de ningún partido o sector, de ninguna minoría o grupo, de manera que es preciso abordar la conversación y la transacción para la reforma de la Constitución desde el pleno reconocimiento de la legitimidad total del otro/s. La fuerza de las leyes no está en la literalidad de sus mandatos sino en el espíritu con el que nacen y se desarrollan. Cambiar la Ley sin alterar los actuales comportamientos y actitudes divisivos sería una tarea inútil.
- * Manuel Cruz es filósofo y diputado independiente en el Congreso por el PSC-PSOE.
* José Antonio Zarzalejos es periodista y abogado.