Manipulación y propaganda: el conflicto entre catalanes
Por
Teresa FreixesAunque ya se habían estudiado modelos teóricos alrededor de la comunicación a principios del siglo XX, sobre todo en las universidades americanas (Harvard, Illinois), que influyeron marcadamente a las europeas (recordemos al Círculo Lingüístico de Praga influido por Jakobson), fue el nazismo quien desplegó no solo en teoría sino en la práctica, los modelos comunicativos que mejor sirvieron a sus fines (los puntos de Goebbels están a la orden del día en muchos ámbitos). Tengámoslo en cuenta, porque, aunque, en teoría, el modelo puede ser seguido desde políticas distintas, siempre ha tenido éxito cuando lo que se ha pretendido es reforzar teorías supremacistas, nacionalismos exacerbados y demás.
¿Qué es lo que ha cambiado? Pues que ahora la difusión de mensajes se ha “democratizado”. Cualquiera puede intervenir en redes sociales, lo cual es, de entrada, positivo. El problema aparece cuando esa comunicación busca la confrontación o manipula, cosa que sucede muy a menudo hoy en día. Y en que la cantidad se ha impuesto a la calidad comunicacional.
Por eso se ha impuesto la “neolengua”, tergiversando los conceptos y llamándonos a adoptar posiciones que no tienen nada que ver con la realidad sino que responden a una manipulación muy bien estudiada. Uno de los últimos conceptos que no son de recibo, pero que tienen una gran acogida en ciertos sectores del constitucionalismo, incluso, es el de asegurar que estamos ante “un conflicto entre catalanes”.
Pues miren Vd. No tenemos ningún conflicto entre catalanes. Estamos ante un conflicto entre la ciudadanía constitucional (de Cataluña y del resto de España) y el supremacismo totalitario del secesionismo de parte de los dirigentes políticos catalanes, que consiguen, mediante las peores (o mejores) tácticas manipulativas hacer creer, a los suyos y a parte del resto, que existe un problema entre España y Cataluña.
Pongamos los puntos sobre las “íes”. El constitucionalismo ciudadano no se puede sentir representado por ese rancio supremacismo que destilan los políticos del secesionismo, tanto desde Waterloo como desde las instituciones internas por ellos controladas, con el aplauso del populismo. Todo ello tiene sus conexiones en el “exterior de Cataluña”, tanto en resto de España como en otros lugares de Europa y del mundo. Por ello, hay que decirles que no hay dos maneras de entender Cataluña que estén en conflicto. El conflicto se produce cuando, en Cataluña, la minoría social secesionista impone su mayoría institucional sobre el conjunto de la ciudadanía y, además, pretende que ese sea el modelo que el resto de España, y de Europa, haga suyo.
¿Por qué una parte del constitucionalismo ha “comprado” este relato del “conflicto entre catalanes? Es muy sencilla la respuesta. A falta de tener respuestas válidas frente a lo que está sucediendo, derivar el problema a otros, permite eludir responsabilidades. Si el problema lo tienen “los catalanes”, que lo resuelvan ellos. Francamente, aunque sepamos que afrontar lo difícil desgasta, que esa “teoría” haya sido mencionada, que yo sepa una vez, pero una vez ya es suficiente, por el Presidente del Gobierno de España, muestra a las claras la ineficacia de su política. No sólo respecto de Cataluña, sino de toda España.
Digamos bien alto y bien claro. No hay dos Cataluñas. Cataluña es tanto nuestra, del constitucionalismo, como de ellos, del secesionismo. Digo más. Es más nuestra que de ellos, porque ellos pretenden desterrar de Cataluña lo que la razón, la democracia, el Estado de Derecho y los derechos fundamentales han configurado a lo largo de las últimas décadas. La legitimidad está de nuestro lado, no del suyo, basado en la mentira y la manipulación de los conceptos. Así que, señores del secesionismo, señores del constitucionalismo acomplejado, déjense de retóricas que no resisten análisis serio alguno.
https://www.elcatalan.es/manipulacion-y-propaganda-el-conflicto-entre-catalanes-un-analisis-de-teresa-freixes?fbclid=IwAR2M-8sBzviTx1Cs0m0npl8ugJWG73InWgT7_bi7GS2tMmvWMYjc2Id6nIA
"155. Los días que estremecieron a Cataluña". Ed. Doña Tecla, Madrid, 2018.
"155. Los días que estremecieron a Cataluña". Ed. Doña Tecla, Madrid, 2018.
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La primera vez que entré en la catedral de Vic no tenía ni idea acerca de con que me encontraría dentro. Me quedé sobrecogida. Tuve la suerte de que las luces, que estaban apagadas al principio y sólo la poca luz que dejaban pasar las escasas ventanas iluminaban unas pinturas increíbles, al poco tiempo se encendieron. Tibiamente, la lámparas, estratégicamente, daban mayor relieve al claroscuro omnipresente en los frescos que adornan esa iglesia de La Ciutat dels Sants. Hace muchos años de esto, pero no me costó saber quién era el autor de las pinturas y por qué estaba prácticamente relegado ya en pleno franquismo. Actualmente, casi nadie visita a Sert en Vic. Este país de desagradecidos, se fija más en el postureo político que en los valores artísticos que atesora. Nos puede gustar o no la estética de Sert. Pero no se le pueden negar las virtudes ni el reconocimiento internacional, cada vez mayor, que ha tenido su obra.
Si me ha venido Vic a la memoria es porque la prensa se hizo eco de varias “performances” organizadas por el secesionismo en esa ciudad. Una de ellas era la plantada de cruces amarillas en la plaza (repetida después, o antes, no lo sé, en otras ciudades de Cataluña) con rótulos relativos a “los muertos provocados por el Estado español” refiriéndose a los recortes sanitarios. Me quedé, como se dice ahora, ojiplática. Ello me recordaba, por la estética y porque el secesionismo ya había advertido de que quería balcanizar Cataluña, las cruces y estelas de las tumbas de los jardines de mi querida Mostar, o de Sarajevo, las enseñas de los muertos de verdad, víctimas de una guerra terriblemente injusta, al otro lado del Mediterráneo.
Me impresionaron mucho tres cosas en Mostar, a donde fui para dar apoyo a la formación de la Universidad Dzemal Bijedic, creada con lo que les quedó a los bosnios, que era muy poco, una vez que los croatas expulsaron de la Universidad de Mostar, la clásica, a profesores y estudiantes que no eran “de los suyos”. Una de las cosas que me impactó era que las casas parecían coladores, pues estaban completamente llenas de balas incrustadas, como si hubieran sido disparadas desde la ventana de enfrente (me dijeron que así había ocurrido). Otra, que escuelas, hospitales y otros edificios públicos estaban en un estado lamentable (no así las mezquitas, reconstruidas por Arabia Saudita), tan lamentable que la mayor parte de ellos tuvieron que ser totalmente derribados para ser, en su caso, reconstruidos. Y, la tercera, ésta fue la que más me sobrecogió, que los jardines de la ciudad estaban llenos de tumbas, pues habían tenido que ser transformados en cementerios ya que no se podía enterrar a los muertos en el camposanto porque estaba en las afueras y los francotiradores tenían un blanco fácil para continuar sembrando el terror.
Ciertamente, la ciudad continuaba (parece que ahora las cosas están mejor, aunque sin que se pueda decir que solucionadas totalmente) estando partida en dos, no sólo por el río. Con los Acuerdos de Dayton, se consolidó que la mayor parte de la población croata se concentrara en la orilla oeste mientras que la bosnia se agrupó en la orilla oriental. Pero, en cada una de estas partes, era obligada la residencia de un pequeño porcentaje de personas pertenecientes a la otra comunidad. Ahora la tensión ha disminuido pero durante el tiempo que trabajé en Mostar, cuando alguien perteneciente a la minoría territorial te invitaba a su casa, se hablaba con las ventanas cerradas, por miedo a las consecuencias derivadas de lo que los vecinos pudieran oír, especialmente en el lado croata. No era extraño eso en aquél entonces, puesto que las comunidades estaban completamente aisladas una de la otra y la vida no era fácil entre ellas. Tan exasperadamente hostil era la convivencia que yo sólo alcancé a comprender esa situación cuando supe que, durante la guerra, el comandante de las milicias bosnias, a quien llegué a conocer, precisamente en uno de esos jardines transformados en necrópolis, era un militar croata cuya mujer bosnia fue la primera víctima de los francotiradores, que eran croatas, claro.
Y nos quieren balcanizar….
Del mismo modo me da mucho que pensar la construcción de muros separadores de comunidades enfrentadas, lo que sucede en el Ulster, otro lugar donde la división social ha provocado terribles enfrentamientos. Cuando estuve en Belfast, en el marco de un proyecto europeo que estudiaba la problemática de la libre circulación de las familias LGTB en la Unión Europea, teníamos allí un partner norirlandés que era una organización que prestaba apoyo jurídico al colectivo LGTB de su zona. Nuestros colegas irlandeses eran, además de muy competentes en el ámbito profesional, extraordinariamente amables y, hasta diría, entrañables, con nuestro equipo. Nos enseñaron la ciudad y la comarca, la verde costa irlandesa, con la imponente Calzada del Gigante, explicándonos, al mismo tiempo, el contexto actual del conflicto de Irlanda del Norte, que está todavía presente en todo tiempo y lugar.
En Belfast, cada barrio está todavía dentro de su muro, profusamente decorado y, al anochecer, continúan cerrando las puertas de acceso, para que el tránsito entre las dos zonas no pueda producirse hasta el siguiente amanecer. Muchos taxistas no aceptar cruzar a la otra zona; un gran número de ellos ni tan siquiera la conocen y quieren evitar el contacto directo con gente del otro lado. El tour turístico, que algunos transportistas realizan durante el día, únicamente permite apreciar la parte externa del muro, con las correspondientes y constantemente remozadas pinturas y pintadas, así como las puertas metálicas que cierran ese contorno de separación entre barrios. En la noche, el ambiente de las calles cercanas al muro se asemeja a una plancha de plomo… Si alguien no ha llegado a su territorio a tiempo, antes de que se cierren las puertas, debe dar una larga vuelta por los suburbios más alejados y penetrar en el interior de la zona de los otros por andurriales que sólo los más avezados conocen.
El hotel en el que nos hospedaron, un clásico, el Europa, había sido objeto de las bombas del IRA repetidas veces; en su vestíbulo, un cartel advertía en tono desafiante que el hotel “estaba siempre abierto” y una exposición de fotografías mostraba que durante varios meses sustituyeron los cristales de las ventanas por plásticos, para evitar que los vidrios rotos, con las explosiones, lesionaran a los huéspedes. Cuando entrabas en un pub, podías ver todavía las fotografías de los caídos del respectivo bando, según la zona en que estuvieras. Un ambiente gélido, de fuerte dureza, presidía las relaciones sociales y muchas personas, pertenecientes a cualquiera de las dos comunidades, prácticamente nunca tenían contacto con alguien que fuera de la otra. “Ya no se matan, pero continúan odiándose” era la frase que me venía repetidamente a la cabeza.
Algunos expertos comienzan a afirmar que se puede producir un fenómeno similar en Cataluña: dos comunidades separadas viviendo cada una de ellas de espaldas a la otra. Porque también estamos ante muros morales, de esos que el ojo humano no puede apreciar, pero que generan ilegítimas divisiones y rompen amistades, familias y relaciones. Estos muros se asientan sobre las arenas movedizas del populismo o del nacionalismo, que tanto daño han hecho en esta nuestra Europa durante los últimos siglos, especialmente en la pasada centuria. Se nutren de la irresponsabilidad de quienes pretenden, a veces con éxito, engañar a sus congéneres, prometiéndoles lo imposible y situándoles ante el descalabro social. Consiguen introducir, otra vez, la división entre buenos y malos. Censuran todo lo que no responda a su propio concepto identitario. Desafían a la Historia y a la razón. La manipulación más descarada va tejiendo con todo ello una distancia en la forma de pensar de las personas que, progresivamente, se va rellenando, primero de incredulidad, después de indiferencia y, finalmente, de la aquiescencia que acaba edificando el muro, estableciendo fronteras. Ahora pretenden establecerlas entre Cataluña y Aragón, en el terreno que se conoce como “La Franja”, cuando a lo largo de la Historia la “frontera” no ha sido más que una anécdota administrativa.
Yo he vivido muchos años en esa "frontera". Soy de Lleida. De pequeñita, las fragatinas, inconfundibles con sus trajes, medias blancas y sus trenzas enroscadas, bajaban en carro a Lleida a los mercados, para vender los productos de "La Franja". Lleida era el mercado natural, porque la frontera geográfica estaba constituida por "los altos de Fraga" desde los cuales era mucho más fácil bajar a Lleida, aunque estuviera en Cataluña, que subirlos y alcanzar otros mercados en Aragón. Detectabas rápidamente cuando hablaban lo fragatí y su convivencia con catalán y castellano era envidiable, por no ser, entonces, fuente de ningún conflicto. Posteriormente, con la generalización del automóvil, la permeabilidad de "la frontera" aumentó en ambos sentidos. No sólo con la zona de Fraga, sino a lo largo de toda la ribera del Cinca, el afluente del Segre que delinea ambas partes. Comercio, educación, sanidad, han sido intercambiables. ¿Quieren ahora crearnos una "frontera", cuando hemos cruzado nuestras vidas desde que tenemos memoria?
Zweig, en “El mundo de ayer: Memorias de un europeo”, narra la creación de fronteras con el soterrado estallido de aquella sociedad que se pretendía humanista y que, por no haber sabido, podido o querido reaccionar a tiempo, quedó destrozada por el seguimiento de las doctrinas que llevarían a una de las peores tragedias que tuvo que sufrir la sociedad europea. Y no sólo ella… Una sola frase de su libro muestra con toda claridad la ignominia a la que tuvieron que enfrentarse nuestros ancestros: “Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca, jamás (y no lo digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra.” Ignominia que podemos, fácilmente, volver a repetir si no conseguimos hacer frente al “relato” que el secesionismo, adornado con todo tipo de atrezos, va imponiendo socialmente.
La “Vía Báltica”… precursora de la “revolució dels somriures”, en la que se hizo creer a todas las minorías que estaban establecidas en esos países (básicamente las de nacionalidad rusa, claro, porque desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la independencia estuvieron integrados en la URSS) que serían felices eternamente en los nuevos estados nacido de esa revolución tan participativa, imaginativa y performativa. Estas repúblicas bálticas, Estonia, Letonia y Lituania, quedaron bajo el control de la URSS tras la Segunda Guerra Mundial (los soviéticos alegaron, en las Conferencias de Teherán, Yalta y Postdam, el control que habían tenido sobre buena parte de la región del Báltico antes de la Primera Gran Guerra, en disputa con Suecia, Finlandia, Alemania y Polonia principalmente). Para consolidar su poder, la URSS forzó la rusificación de la zona, deportando a Siberia grandes grupos humanos. Hay datos de que en una sola noche fueron deportados, en vagones de ganado, 21.000 estonios, 42.000 letones y 32.000 lituanos. Al mismo tiempo, la dirección del partido comunista quedó en manos de rusos que habían ocupado el territorio al ganárselo militarmente a los nazis, con el apoyo, o el recelo, de la resistencia local. No estamos hablando de hace tres siglos, como en los “oprobios” de 1714 o la Guerra dels Segadors, sino prácticamente de anteayer, pues todavía queda una abundante población que vivió tales sucesos y que los guarda en la memoria, como he podido comprobar.
Como nuestras autoridades catalanas tienen puesta, a veces, porque van cambiando según les convenga, su ilusión en un proceso parecido al de la denominada “Via Báltica”, aunque con potenciales toques kosovares, resulta útil saber qué sucedió en estos países durante y después del proceso que les llevó a la independencia de la URSS (me refiero a las repúblicas del Báltico y dejaremos el Kosovo para otra ocasión). Sobre todo porque todos ellos son países socialmente complejos, nada homogéneos debido a las fuertes migraciones y/o desplazamientos forzosos, en los que un proceso de asimilación cultural parece haber logrado lo que zares, príncipes, nazis o comunistas no consiguieron: Que nos creamos que gozan de la máxima felicidad posible una vez que se han convencido de las “bondades” del nuevo Estado. ¿Les suena de algo? Pues si es así, reflexionemos un poco al respecto.
El desmembramiento de la URSS originó que el territorio que ocupaba un Estado derivara en el territorio de 15, aunque Rusia fue considerada como la “heredera natural” de la antigua Unión Soviética y mantuvo las responsabilidades internacionales de ésta. En aquel momento estaba vigente la Constitución de la URSS de 1977, que reconocía el derecho de secesión a sus Repúblicas y se había adoptado además una Ley, en 1990, regulando el procedimiento para realizarla, que incluía un referéndum para que la población se pronunciara, además de las decisiones de los Consejos/Parlamentos de las repúblicas. Estonia, Letonia y Lituania aprovecharon, pues, el momento, para proclamar la independencia antes de que se creara la fallida Comunidad de Estados Independientes que Rusia quería liderar. Y lo hicieron siguiendo formalmente el procedimiento constitucionalmente marcado en la URSS, aunque tergiversando el “contenido democrático” de lo que estaban perpetrando sobre una población que se había sumado mayoritariamente, minorías incluidas, al deseo de independencia. El respeto a las formas les permitió conseguir que Naciones Unidas les reconociera como Estado y que, rápidamente, la Unión Europea les permitiera negociar la entrada.
Hay que tener en cuenta que una de las cuestiones más complicadas que acompañan a la creación de un nuevo Estado, segregado de otro Estado predecesor, es la elaboración de las leyes reguladoras de la nacionalidad de los ciudadanos del Estado recién creado. Porque hay que determinar a quién se la concede y bajo qué condiciones, siendo particularmente puntilloso el determinar esta regulación cuando se trata de estados que, como los del Báltico, no son socialmente homogéneos, pues existe en ellos población de origen por una parte y, por otra, población que ha llegado a ellos debido a los desplazamientos y/o migraciones a que antes me he referido. Sin que sea exactamente igual, dado que todo esto nos reconduce también a Cataluña, hemos de tener presente que aquí, además de la población que podríamos denominar “autóctona” (la de los, jocosamente, como mínimo, ocho apellidos catalanes) está presente y arraigada una población que en la segunda mitad del siglo XX se estableció en Cataluña proviniendo de otras partes de España y que, hoy en día contamos con un buen porcentaje de población extranjera, nacionalizada o no española, con mayor o menor arraigo. El problema que se planteó en las repúblicas bálticas con las leyes de nacionalidad constituye algo a tener en cuenta si reflexionamos acerca de qué consecuencias tendría, para la ciudadanía residente en Cataluña, la regulación sobre la nacionalidad que fuera hipotéticamente adoptada en una Cataluña independiente.
Así las cosas, en pleno apogeo reivindicativo nacionalista (corría el año 1989), las fuerzas nacionalistas organizaron la denominada “Vía Báltica”, una cadena humana que, pasando por las tres capitales, Riga, Vilnius y Tallin, unió a los tres países. Con la ayuda “oficial” de los partidos comunistas, autobuses gratuitos, concentraciones paralelas con velas encendidas en las plazas, tañidos de campanas, funerales simbólicos simulando el fin del nazismo y del comunismo… la campaña consiguió aglutinar a buena parte de la población, con inclusión, también, de parte de las respectivas minorías, a las que se les prometieron toda clase de ventajas cuando se hubiera alcanzado la independencia. ¿Les suena esto también? Derecho al voto, papeles para todos, mejoras sociales, etc. etc.
En Estonia, tras la “Revolución cantada”, fue restablecida, en 1992, la ley de ciudadanía de 1938, basada en el ius sanguinis, que garantizaba la ciudadanía estonia a todos los que ya la habían tenido hasta el 16 de junio de 1940 y a sus descendientes, siempre que tuvieran un alto nivel de conocimiento de la lengua estonia y cinco años mínimo de residencia en el país. Los menores de 15 años pueden obtener la nacionalidad por naturalización si dominan la lengua estonia y pasan un escrutinio de “integración” en la cultura del país.
Letonia aprobó en 1991 la Ley reguladora de la nacionalidad y también devolvió la nacionalidad letona a los que la tuvieron antes de 1940 y a sus descendientes. El resto de personas quedaron mayoritariamente como apátridas. El porcentaje de personas que pudieron obtener la nacionalidad letona fue del 72,72%. Una cuarta parte, en consecuencia, ha quedado excluido de los derechos de ciudadanía. También en este caso los menores de 15 años pueden obtener la nacionalidad si residen permanente en Letonia. También en este país, la naturalización pasa por estrictas condiciones de asimilación a la lengua y cultura letona.
Las minorías abarcan en Lituania a una población de, además del 6% de polacos, otro 6% de rusos, un poco más del 1% de bielorrusos y algo más del 2% de otros grupos étnicos. En total, entre el 15 y el 16 % de la población no ha querido asimilarse al oficialismo y no ha adoptado la nacionalidad y la lengua lituana, tras la independencia del país, que se independizó de la URSS al desmembrarse ésta, a principios de los años noventa. La Ley de Nacionalidad, también de 1991 es, sin embargo, la más flexible, puesto que basaba en la residencia efectiva en el país el otorgamiento de la nacionalidad lituana. Aunque todavía quedan minorías en el país que no se han acogido a ella.
Estas minorías, ahí se han quedado, diríamos vulgarmente, en el limbo, prácticamente sin derechos y, con una situación extravagante en el marco europeo, puesto que al ser considerados por Lituania, Estonia o Letonia como apátridas, no gozan de la ciudadanía europea. Además, si no consiguen tener o recuperar la nacionalidad de su Estado de origen (para ello deben seguir las normas establecidas en cada país y no es fácil hacerlo desde el extranjero en la mayor parte de los casos), se encuentran ante múltiples inconvenientes, no sólo en estos estados, sino ante el resto de la comunidad internacional.
Como consecuencia, aquellos que habían sido ocupados por los nazis, que resistieron después, aunque sin éxito, a los rusos, cuando consiguieron la anhelada independencia, aplicaron a quienes no compartían sangre con ellos, una política nacional, basada fundamentalmente en la lengua y en una férrea educación “nacional”, que convirtió en apátridas a rusos, polacos y demás minorías, sin que nada más que la pura biología haga disminuir el número de personas que no tienen acceso a ninguna nacionalidad. La Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea se ha hecho eco en repetidas ocasiones, de los problemas jurídicos a los que se enfrentan estas minorías (véanse los Informes anuales, que contienen datos sobre todos los Estados Miembros de la UE) y, especialmente, la Charterpedia, que es una base de datos sobre los derechos de la Carta de Derechos Fundamentales donde, artículo por artículo, se insertan estudios, comentarios y jurisprudencia de los 28 Estados Miembros de la UE. Se trata, pues, el tema de la nacionalidad, de un asunto de sumo interés.
La nacionalidad o ciudadanía va ligada al voto en todo el mundo civilizado (con las excepciones legales que, normalmente basadas en el principio de reciprocidad, existen en todos los Estados). En este mundo globalizado al que tenemos que enfrentarnos hace que, por ejemplo, en el caso de Cataluña, la población, además de no ser socialmente homogénea y ser culturalmente diversa, tenga una población en la que el porcentaje de extranjeros llega al 13,60%. No podemos olvidar, tampoco, que en la década de los años cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo, Cataluña fue una especie de “tierra prometida” para miles de personas del resto de España, originándose el hecho de que hoy en día, la mayor parte de la población de Cataluña ya no es de “origen” estrictamente catalán. Pues bien, todos estos grupos poblacionales son objeto del deseo del secesionismo, recibiendo sugerentes “ofertas” si se “asimilan” al denominado “procés”, basado en el pretendido “derecho a decidir” que, los secesionistas, quieren ejercer con la celebración de un referéndum declarado contrario a la Constitución y el Estatuto de Autonomía por el Tribunal Constitucional. Me refiero al referéndum del pasado 1 de octubre, aunque, en la campaña electoral hubo intervenciones de los líderes del secesionismo abogando por un nuevo referéndum.
En efecto, si hacemos caso de lo que se manifiesta en los Informes del “Consell per a la Transició Nacional” y los cruzamos con la Hoja de Ruta que, aunque la autoría sea un tanto confusa, circula por ahí como proveniente de la Asamblea Nacional Catalana, vemos que quieren crear un cierto paralelismo entre lo que han denominado “el procés” y la “Vía Báltica” y su conformación de la asimilación nacionalista. Haciendo de la lengua un instrumento de dominación política, ofreciendo todo tipo de ventajas al por ellos considerado “foráneo” si se adscribe a los postulados del secesionismo y amenazando y considerando como traidores a los catalanes que se resisten, algunos activamente y otros sin significarse individualmente, a ser asimilados al “procesismo”, el Govern de la Generalitat está entrando en una peligrosa estrategia de la confrontación con su propia ciudadanía. Ofrece “ventajas” a sus fieles mientras amenaza con depuraciones y represalias a “la disidencia”, medios de comunicación incluidos.
No se pueden prometer políticas sociales irrealizables mientras se dilapidan unos recursos, trabajosamente obtenidos y pagados por la ciudanía, en la orquestación de propagandas inmorales acerca de los “buenos catalanes” que se manifiestan contra el Tribunal Constitucional con independencia de cuál sea su lugar de origen. No se pueden prometer “papeles” a las minorías presentes en Cataluña si se adhieren a la causa secesionista, como se está haciendo, porque las políticas migratorias tienen una regulación jurídica, española y europea, que no es disponible según los antojos de los poderes públicos. No se puede constreñir la democracia a lo que el secesionismo, en clave populista, considere propio de tal sistema, considerando como fascistas y despreciando con un pretendido y displicente “unionista” a los catalanes que no quieren separarse del resto de España. No se puede, porque Cataluña es plural, rica en culturas y mestiza en sus gentes, lejana totalmente al monolitismo interesado que algunos pretenden falsamente edificar.
No se puede, tampoco, afirmar unilateralmente que la “nueva república catalana”, otorgará la nacionalidad a todos quienes estén su territorio, con derechos y prebendas añadidos, porque ello es, por una parte, demagógico (igual lo hicieron los movimientos independentistas del Báltico) y, por otra parte, jurídicamente un sinsentido. En Cataluña vivimos muchas personas con una nacionalidad española y una ciudadanía europea a la que no queremos renunciar y no queremos, como en un Informe sufragado por la Generalitat consta, quedar en una situación similar a los ciudadanos del norte de Chipre, en la zona ocupada por Turquía, con derechos capitidisminuidos. ¿Cómo se conjuga ello con las promesas de “papeles para todos”?
Cataluña no está “ocupada” por España ni tiene una situación que pueda compararse a la de las repúblicas bálticas durante su adscripción a la URSS. No hagamos filibusterismo jurídico al respecto. Dejémonos de “vías”, bálticas o catalanas y desconfiemos del nacionalismo etnicista y lingüístico, porque al intentar construir un país en torno a algo que, en el fondo, tienen que “reinventar”, pueden darse el lujo de (re)crear las nuevas condiciones de ciudadanía, donde los no “asimilables” pueden quedar excluidos de derechos básicos y ser objeto de fuertes discriminaciones laborales, educativas, económicas y políticas.
O, ¿queremos que nos suceda algo parecido a lo que acontece en Moldavia? Estuve en Moldavia hacia la mitad de los años 90, poco tiempo después de la guerra civil habida entre, simplificando, los moldavos pro-rumanos y los transnistrios pro-rusos; digo simplificando porque la demografía de Moldavia es harto compleja. La guerra comenzó en pleno proceso de independencia, afectando al propio reconocimiento por parte de las Naciones Unidas. Con el desmembramiento de la URSS, el territorio de Moldavia, situado entre Ucrania y Rumanía, estuvo en un principio, como otras antiguas repúblicas soviéticas, integrado en la Comunidad de Estados Independientes; pero enseguida comenzaron los problemas, latentes desde hacía décadas, dada la composición social de la población. Moldavia cuenta con un 70 u 80% de moldavos rumanófonos en el conjunto del territorio, según las fuentes utilizadas, dentro de los cuales un 2% rumanos, aproximadamente; integra, además, a importantes minorías, entre el 20 o 30% en total, también según las fuentes, como son, en orden decreciente, ucranianos, rusos, alemanes, turcos, búlgaros, serbios, gagaúzos y gitanos.
Los problemas se agudizaron en la región de Transnistria, en la que los grupos sociales mayoritarios son un 30% de rusos, 28% de ucranianos y 40% de moldavos, aunque también cuenta, según las zonas, con población que podríamos considerar búlgara, gagaúza o polaca, entre otras. Incluso se llegó a realizar, en 1992, un referéndum de autodeterminación (señalaré al respecto que la Constitución soviética lo permitía y que, incluso, en 1991 se llegó a aprobar una ley que establecía el procedimiento para llevarlo a cabo) en el que la gran mayoría de la población de Transnistria declaró que quería integrarse en Rusia. Rusia tenía suficientes problemas en aquella época para ocuparse debidamente de lo que sucedía en la zona y, aun ayudando militarmente a los transnistros prorrusos durante la guerra, que fue muy corta pero que dejó huellas que todavía perduran, no intervino para solidificar lo que pretendía ser un nuevo estado integrado federal o confederalmente en ella. Hoy en día esta región, tiene un régimen especial en el contexto de Moldavia, si bien en la práctica funciona con estructuras propias de un estado que no existe (así lo definen muchos de sus habitantes). También es importante señalar que el conflicto con la Transnistria hace que Moldavia tenga serios problemas de avituallamiento energético puesto que las grandes empresas rusas de gas y electricidad cortan el suministro en dependencia de la intensidad del mismo.
Llegué a Chisinau (la capital de Moldavia) en pleno invierno, a unos 19-20 grados bajo cero, integrada en una delegación del Consejo de Europa, con la finalidad de ayudar en la formación de los nuevos jueces, para que adoptaran los criterios procesales derivados del derecho a un juicio justo y dar unas conferencias en la universidad acerca de la libertad de expresión en los estados democráticos. Durante el régimen comunista, dentro de la planificación económica soviética, Moldavia era el viñedo y la bodega de la URSS. Con ello, abastecía a gran parte de las repúblicas soviéticas de vino y recibía, a cambio, los productos básicos que se producían en las otras. Y ello derivó en que, con la independencia, Moldavia estaba llena de vino, pero apenas tenía electricidad, no tenía petróleo, ni gas, ni ningún otro producto que pudiera utilizar para equilibrar su balanza de pagos. Los días que pasé allí, no teníamos calefacción, ni agua en la habitación del hotel (las cañerías habían reventado) ni otra manera de hacer pasar el frío que lo que denominaba “calor animal” cuando estábamos en la universidad, en clases hacinadas de alumnos y hielo en los cristales de las ventanas. Lo más operativo para librarse del frío era conseguir que alguno de los simpáticos americanos (“los amigos de la CIA” decía yo) que siempre acudían a nuestros seminarios nos invitaran a un café en la embajada de EEUU que, mediante sus propios generadores, gozaba de calefacción y bebida caliente, además de contar con estupendos sofás para pasar el rato y charlar sobre la situación del país o programar el trabajo del día siguiente. En el resto de lugares, la única bebida que no se congelaba era el vodka.
El país estaba en total ruina. Las grises calles de Chisinau prácticamente carecían de electricidad y estaban llenas de hielo, con lo que se hacía imposible recorrerlas en cuanto anochecía; pretensión que era además inútil debido a que los agentes de seguridad que siempre nos acompañaban desaconsejaban, amable pero tajantemente, que lo hiciéramos. La propia ciudad, desde la carretera del aeropuerto, te encogía un tanto el corazón, puesto que sólo se podía entrar en ella a través de una calzada que estaba jalonada por dos altos edificios, diseñados cada uno como un triángulo rectángulo-escaleno, horadado por minúsculas ventanas y en cuyos lados verticales se asentaban dos puertas que, nos dijeron, se podían cerrar cuando había disturbios, aislando de este modo a los habitantes dentro de la villa. A las afueras, pequeñas casas hechas de materiales variopintos, donde se podía apreciar, por el humo que desprendía, la existencia de una chimenea, y por la tenue luz de las ventanas, que disponían de fanales, candiles o quinqués. Al contrario de lo que pudiera parecer, buena parte de estas viviendas no alojaban a los habitantes más pobres, sino a aquéllos que se habían podido hacer con tales casitas, crear un pequeño huerto alrededor e, incluso, construir un establo donde alguna que otra vaca, oveja o cabra, podía proveer de leche a sus dueños quienes, a su vez, podían transformarla en queso y hacer trueques en el mercado para obtener así otros productos que no pudieran producir; supe de un catedrático de física de la universidad cuya familia había podido sobrevivir con cierta “holgura” mediante tal sistema.
En las horas que nos dejaba libres nuestro trabajo con los jueces y los universitarios pudimos visitar algunas partes curiosas de la ciudad y sus alrededores, así como participar en un programa de televisión. Lo más curioso de todo fueron las bodegas de Stalin, que tenían un recorrido de más de 18 Km, y las preguntas que nos hicieron los espectadores del programa. Stalin ordenó la construcción de bodegas por todo el territorio que resultara apto para ello, puesto que, como he explicado, la economía moldava se sostenía sobre el vino. En la bodega que nosotros visitamos, además de las salas y galerías destinadas a la producción vinícola, también se habían construido y decorado salas de reunión, especialmente dedicadas a los banquetes que el dirigente y sus amigos organizaban en sus visitas a la república. Las había de varias clases: unas pequeñas, para comidas o cenas íntimas o con pocas personas; otras más grandes, por ejemplo la que se solía utilizar después de partidas de caza, decoradas con las astas y pieles de diversos animales; y, por último, las más suntuosas, que casi parecían el palacio de Versalles, utilizadas para grandes recepciones y banquetes. Todavía guardo, sin abrir, una curiosa botella azul de vino blanco, como recuerdo de esa visita.
El programa de televisión resultó una experiencia tremendamente indicativa de lo que había supuesto para la población la demolición del socialismo. Se trataba de un programa de información y debate, para informar de qué suponía haber entrado en el Consejo de Europa y construir una democracia, Habían organizado traducción simultánea para los espectadores y, además, telefónicamente, nos podían hacer preguntas. Tras una concienzuda explicación sobre el Estado de Derecho, la democracia y los derechos humanos, como pilares del nuevo Estado que podría ser homologado por las organizaciones europeas, recibimos preguntas del tenor siguiente:
– “Me gustaría saber cómo el Consejo de Europa podría conseguir que el ayuntamiento viniera a arreglar el agujero que tengo en el tejado. Hace varias semanas que estoy intentando llamar a los servicios municipales pero no consigo conectar con ellos”.
– “¿Podrían explicarme cómo el Consejo de Europa puede ayudarme a conseguir que los servicios sociales vuelvan a conectar el agua a mi casa?”
– “Me gustaría saber cómo el Consejo de Europa podría conseguir que el ayuntamiento viniera a arreglar el agujero que tengo en el tejado. Hace varias semanas que estoy intentando llamar a los servicios municipales pero no consigo conectar con ellos”.
– “¿Podrían explicarme cómo el Consejo de Europa puede ayudarme a conseguir que los servicios sociales vuelvan a conectar el agua a mi casa?”
Y otras preguntas semejantes, sobre “cosas del comer”. Lo más duro de todo era darse cuenta de que, con el cambio de sistema, con el derrumbe del socialismo, las viviendas, cuyo uso se cedía a sus habitantes, habían dejado de ser propiedad de las entidades locales, quienes se hacían antaño cargo de las averías y del mantenimiento. Con el cambio, estas viviendas, por decreto diríamos aquí, pasaron a ser propiedad de quienes vivieran en ellas y la nueva lógica capitalista imponía que fueran los nuevos propietarios quienes se encargaran de las reparaciones y demás. Pero resulta que estos nuevos propietarios no se habían enterado de ello y pretendían, sin ningún éxito, que los servicios públicos les prestaran la asistencia como antes. Toda una lección de realismo…
Regresé posteriormente en otra misión formativa a Moldavia, al cabo de un par de años, y afortunadamente las cosas habían cambiado, si no substancialmente, al menos para mejor, en lo que se refiere a los servicios básicos. Ya había luz y agua, así como, aunque sin excesos, calefacción. Ya fue posible beber agua y no vodka en las comidas y tomar un café caliente sin tener que ir a la embajada americana. Los jueces parecían menos asombrados ante las características del juicio equitativo y los estudiantes ya no se mostraban tan incrédulos ante las garantías de la libertad de expresión. Pero el recuerdo del conflicto con la Transnistria estaba siempre presente y centraba muchos de los debates, no sólo académicos.
No sé qué va a pasar ahora en Moldavia. Por lo que vengo leyendo en estos días los prorrusos miran hacia Crimea como modelo a seguir en la Transnistria. Los moldavos rumanófonos, por el contrario, miran hacia la Unión Europea y quieren estrechar lazos con ella. El Parlamento ha sido asaltado en varias ocasiones, los diputados de ambos bandos han llegado a las manos y tengo la impresión de que la Rusia de Putin, como siempre que puede desestabilizar a la Unión Europea, o al menos intentarlo, no va a mirar ahora hacia otro lado. Y recordando a la gente con la que trabajé y pasé largas e interesantes veladas en Chisinau pienso: ¿Volverá a ser tan ineficaz la clase política de los Estados miembros de la UE como lo ha sido en Ucrania? ¿Volverán a resultar tan inútiles las instituciones europeas en el contexto de esta crisis? No lo olviden, señores líderes, en ambos casos, en Moldavia y en Ucrania, no sé si como pretexto, lo que desencadenó el asalto a las instituciones fue el deseo de integrarse en la Unión.
Kosovo también es modelo para el secesionismo. Ese minúsculo país de los Balcanes, todavía no ha conseguido ser miembro de pleno derecho de la Comunidad Internacional, que todavía hoy continúa estando, en cierto modo, “supervisado” porque no ha podido adquirir las condiciones de una independencia plena. Y, aunque ha sido aceptado como país candidato por la UE, tal aceptación está condicionada a que desaparezca la precariedad jurídica de su posición como Estado independiente.
Para entender el caso del Kosovo es necesario tener en cuenta, en su conjunto, el proceso de desintegración de la antigua Yugoslavia, que es lo que permite comprender qué sucedió allí. Porque el marco jurídico de referencia en el momento era la Constitución yugoslava, no ningún derecho interno del Kosovo, que era una "provincia autónoma" dentro de la República de Serbia. El territorio donde se asientan los estados que integraron la antigua Yugoslavia tuvo una historia complicada, al ser un lugar de confluencia de los grandes imperios austro-húngaro, turco y ruso. Las guerras fronterizas, las guerras mundiales y la evolución de Turquía marcaron fuertemente la configuración geopolítica de la zona hasta que, tras la Segunda Guerra Mundial, la Yugoslavia creada en 1929 a partir del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos establecido en 1918, se formó la República Democrática Federal de Yugoslavia en 1945, que, tras sucesivas denominaciones ha sido hasta su disolución, la República Federativa Socialista de Yugoslavia (Yugoslavia para abreviar). Yugoslavia, como Estado federal, estuvo compuesta por las repúblicas socialistas de Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia, teniendo además dos provincias autónomas dentro de Serbia que eran Voivodina por una parte y Kosovo y Metojia por otra.
Las primeras proclamaciones de independencia fueron las de Eslovenia y Croacia en 1991, territorios que fueron invadidos por el ejército yugoslavo, en pleno proceso de independencia y comenzó un período de confrontación que involucró a prácticamente todas las repúblicas de la Federación. Jurídicamente el tema no estaba nada claro, puesto que se constituyó una Comisión de arbitraje que, entre otras cosas, tenía que dilucidar si los dos estados secesionistas eran quienes sucedían a Yugoslavia o si nadie se constituía como Estado sucesor. La Constitución vigente en Yugoslavia era la de 1974, heredera de la de 1963 que a su vez lo era de las de 1953 y 1946. En la Constitución de 1974, se definía a la República Socialista Federativa de Yugoslavia como una unión voluntaria de repúblicas socialistas y de naciones comprendiendo el derecho a la separación (reconocido en los Principios fundamentales) y en el art. 244 se reconocía que el fundamento del Estado era la “soberanía” de los “pueblos”. La puerta abierta hacia la separación, a través de la constitucionalización de la “unión voluntaria”, fundamentada en los principios de soberanía y autodeterminación de los pueblos y autorizando la secesión, constituyó la base jurídica de las proclamaciones de independencia, reforzadas por la creación de facto, en los territorios, de estructuras similares a las estatales.
Este era el contexto jurídico en el que la Comunidad Europea, sobre la base del art. 30 del Acta Única Europea, emitió una declaración política, el 16 de diciembre de 1991, por la que la Comunidad y los Estados Miembros afirmaron que reconocerían la independencia de todas las repúblicas yugoslavas que cumplieran las condiciones requeridas. El 15 de enero de 1992, la Comunidad Europea hizo efectiva su declaración, y el 22 de mayo del mismo año reconoció a Eslovenia, Croacia y Bosnia-Herzegovina, quedando el resto de repúblicas integradas en lo que se denominó República Federativa de Yugoslavia que comprendía a Serbia y Montenegro (unión que desaparecería también en 2006 tras la separación entre ambos para formar dos Estados diferentes y la proclamación de Kosovo como estado independiente en 2008). Todos ellos, incluida Yugoslavia, tuvieron que pasar por sendos procesos de entrada en Naciones Unidas, de acuerdo con las previsiones de la Carta. Pero Eslovenia, Croacia y Bosnia pudieron entrar sin excesivos problemas en 1992 mientras que Serbia y Montenegro, a quienes se negó la entrada por no cumplir con las Resoluciones emitidas por la Asamblea General, no pudieron hacerlo hasta después de la firma de los Acuerdos de Dayton en 1995.
Efectivamente, Bosnia-Herzegovina aprobó en su Parlamento una declaración de soberanía en 1991, seguida de un referéndum en 1992 y rápidamente la Comunidad Europea decidió también reconocerla, en medio de un complejo conflicto bélico que comenzó ya en 1991 y que no terminaría hasta los Acuerdos de Dayton en 1995 (en 1998 y 1999 hubo también conflictos armados en Kosovo y entre Serbia y Montenegro). Macedonia fue reconocida por los Estados de la Comunidad Europea el 16 de diciembre de 1993, si bien el conflicto con Grecia por la denominación hizo que el nuevo Estado tomara el nombre de Antigua República Yugoslava de Macedonia. Serbia y Montenegro, federación que sustituyó a la República Federativa de Yugoslavia (que había entrado en Naciones Unidas en el año 2000), no fueron reconocidas por Naciones Unidas y la Unión Europea hasta 1995, después de los Acuerdos de Dayton. Montenegro oficializó su separación de Serbia en 2006, entrando en Naciones Unidas el 28 de julio del mismo año y Kosovo se autoproclamó Estado independiente en 2008 (no hay unanimidad ni en Naciones Unidas ni en la Unión Europea sobre su aceptación como tal). Es más, Naciones Unidas tiene todavía establecida una Misión de Administración Provisional en Kosovo, formada básicamente por militares y policías de diversos Estados aunque también por expertos que puedan supervisar los aspectos económicos, cuya función principal es la de promover la seguridad, la estabilidad y el respeto de los derechos humanos en ese territorio, puesto que no ha adquirido la posición internacional necesaria y suficiente como para que cese esa tutela internacional sobre el mismo.
Sintetizando, en lo que fue el territorio de la antigua Yugoslavia, existen hoy seis Estados reconocidos por la Comunidad Internacional, que son Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Antigua República Yugoslava de Macedonia, Montenegro y Serbia. Kosovo todavía espera que su situación jurídica se estabilice pues, aunque el Tribunal Internacional de Justicia reconoció en una Opinión consultiva, el 22 de julio de 2010, que tal autoproclamación como Estado independiente no era contraria al Derecho Internacional porque el Derecho internacional general no contiene ninguna prohibición al respecto, el status de Kosovo como Estado continúa siendo contestado y está todavía lejos de obtener la unanimidad de la Comunidad Internacional. Se tuvo en cuenta la opresión que el gobierno de Serbia realizó sistemáticamente sobre la comunidad kosovar; recuerdo, al respecto, que un antiguo alumno mío, que estuvo trabajando en esos años en Kosovo, apareció de repente en Barcelona buscando solidaridad para la población kosovar; “los están matando” me dijo. Ciertamente, hubo una guerra entre los kosovares y los serbios. Y la Unión Europea, y sus Estados miembros, se “lucieron” al respecto. Pero, cuidado, el Tribunal Internacional de Justicia no legitimó que Kosovo se constituyera como Estado a través de una declaración unilateral de independencia: se limitó a decir que ello no era contrario al Derecho Internacional. Los problemas jurídicos que tiene Kosovo, para formalizar definitivamente su condición como estado independiente se deben a que no respetó los procedimientos del Derecho interno.
¿Y quieren tomar la vía kosovar como modelo?
Fíjense, intentan copiar todo lo posible y lo imposible. Las escenografías balcánicas y bálticas, las declaraciones unilaterales de independencia modelo kosovar cuando el ordenamiento jurídico democrático no contempla la secesión legal, los supremacismos culturales o de “jus sanguinis”, la instrumentalización del Parlament… Como si fueran comparables España y Cataluña con la URSS y los territorios que, al desgajarse de ella, han ido formando los estados a que he hecho referencia. Necesitan estudiar un poco más… ¡qué digo! algunos necesitan estudiarlo todo y tomar conocimiento directo de lo que sucede en el mundo. Verán, espero, entonces, cual es la realidad que puede concernirnos y la que no.>>
Extracto de mi libro "155. Los días que estremecieron a Cataluña". Ed. Doña Tecla, Madrid, 2018.