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Políticos y estadistas

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Políticos y estadistas

La situación política es compleja y confusa en distintos lugares del mundo. Así lo muestra el proceso electoral norteamericano, la indefinición gubernativa en España o la eventual destitución de Dilma Rousseff en Brasil. A esto se añade la peligrosa polarización que se ha producido en Venezuela, la proliferación de diversos populismos en Europa y América Latina, o simplemente la irrupción de nuevas formas de protesta social que no siempre encuentran una adecuada canalización o respuestas oportunas.
Si en la década de 1980, por ejemplo, el problema era transitar hacia la democracia, desde las dictaduras latinoamericanas o bien desde las dictaduras comunistas en Europa Oriental, después de casi tres décadas han emergido problemas nuevos que, con seguridad, también requieren respuestas distintas. En las últimas dos décadas del siglo XX parecía natural que los líderes opositores a los regímenes autoritarios asumieran los gobiernos al finalizar las respectivas transiciones. Hoy es distinto y conviene detenerse en el asunto. Quizá la clave, como en otros momentos de crisis, sea repensar la figura del estadista, como complemento necesario de los políticos que habitualmente circulan en la vida pública.
¿Qué distingue al estadista y por qué es tan necesario en la actualidad?
En primer lugar, hay una cuestión de sentido, por cuanto le interesa el poder, pero no como un fin, sino como un medio. Por lo mismo se somete al escrutinio público, e incluso es capaz de aceptar derrotas dolorosas y que podrían parecer injustas, como las de Winston Churchill después de la Segunda Guerra Mundial o la de Lech Walesa en su candidatura a la reelección en la Polonia democrática, después de haber encabezado durante años -y con inmensos riesgos personales- el sindicato Solidaridad y la recuperación de la libertad en su país. El estadista no cambia las reglas para poder reelegirse donde antes no se podía, como lo hacen tantos populistas cada vez que pueden; vive para servir y no para servirse. En otras palabras, es una persona que sospecha de sí mismo -como gustaba recordar Vaclav Havel en un hermoso discurso en 1991- cuando empiezan a gustarle los privilegios asociados al poder, cuestión que se puede combatir si se tiene "un espíritu de alerta especialmente desarrollado".
En segundo lugar, un estadista es una persona con convicciones, que está convencido de que sus ideas son las mejores y lucha por difundirlas y transformarlas en decisiones de administración o en leyes de una sociedad. Sin embargo, también es capaz de buscar y alcanzar acuerdos de Estado -o entre estados- y no solo de imponer su propia visión de las cosas. Sabe que los problemas complejos hay que enfrentarlos con sabiduría y no con ideología, y comprende que en las sociedades plurales se requiere un esfuerzo especialmente delicado para entender los puntos de vista de otros y procurar acuerdos con ellos que hagan a los países más gobernables y estables. Las transiciones democráticas, la construcción de sociedades después de las guerras mundiales o la superación de grandes problemas -como el apartheid en Sudáfrica, por ejemplo- han tenido a muchas de estas personas en el primer lugar del servicio público, como ilustrarían los casos de Nelson Mandela o Adolfo Suárez.
En tercer lugar, un estadista del siglo XXI es una persona que es capaz de relativizar las encuestas, a pesar de que sabe que tienen un gran valor como termómetro de la opinión pública en un momento determinado, como un indicador de la percepción positiva o negativa hacia las ideas que se tienen o las acciones que se ejecutan. Sin embargo, relativiza el instrumento, no se hace esclavo de las opiniones, rechaza la tentación populista, precisamente porque sabe que la política también implica convicciones profundas, que no se transan por votos, no se venden por influencia, no se negocian por poder. Quizá alguno piense que el ejemplo de Tomás Moro es excesivo o fuera de época, pero sigue siendo un punto de referencia moral y de fortaleza en días de mayor ambigüedad y relativismo.
En cuarto lugar, un estadista respeta las instituciones, las protege en cada momento y las prestigia con su actuación pública. Sabe que las personas son pasajeras en los cargos, y que las sociedades funcionan cuando tienen instituciones sólidas y bien diseñadas. Un político cualquiera, mal aconsejado o derechamente desviado de su verdadera función, podría caer en el personalismo, en confundirse con el bien de su país o en arriesgar la Constitución para mantener su propia posición de poder. Un estadista conoce sus límites en el Estado de derecho o en los contrapesos estatales, rechaza la tentación de la corrupción, porque sabe que va horadando por dentro el sistema democrático, no practica el nepotismo, cuida los recursos estatales como si fueran propios. Es capaz de dar un paso al costado cuando corresponde, y de regresar a la vida privada con la frente en alto, para seguir sirviendo desde otros lugares.
Finalmente, un estadista es una persona que no exalta su propia importancia, pues sabe que la vida no comenzó con él -por eso lee y valora la historia-; se reconoce limitado en sus capacidades, por eso forma y confía en equipos de trabajo y no simplemente en sus capacidades, por destacadas que sean; comprende que la política es muy importante, pero no es todo y por eso comparte con sus amigos, valora su familia, se preocupa por los demás y reserva tiempo para otros temas. Es decir, es alguien que procura ser normal y trata de ser buena persona, con todo lo poco y lo mucho que eso significa en estos tiempos.
Es verdad que vivir estas y otras virtudes de la función pública no es fácil, pero tampoco son cuestiones de otro mundo. Alguien podría intentar ser más sensato y noble no por una particular grandeza de espíritu, sino por un mínimo autoconocimiento y realismo. Además, la historia demuestra que muchos políticos tienen la capacidad para transformarse en estadistas, cuando les llega la hora y cuando logran hacer un examen de circunstancias y actuar por una genuina vocación de servicio.
El mundo tiene muchos problemas del más diverso tipo. En el ámbito público, una buena forma de superar las pruebas que nos plantea el siglo XXI es superar el peligro de los demagogos, la triste hora de los populistas, el amargo aprovechamiento de los oportunistas. Vivimos tiempos hermosos y de oportunidades, tiempos para estadistas.
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https://www.elimparcial.es/noticia/162738/opinion/politicos-y-estadistas.html


Políticos y estadistas

"Cualquier biografía de Manuel Azaña, por ejemplo, debe plantearse la problemática convivencia de esa doble condición en una misma persona"

08.11.2010 | 05:00
Es célebre la comparación entre el político y el científico, a la que Max Weber dedicó unas conferencias cuya versión española (Alianza Editorial) incluye una sustanciosa introducción escrita por otro gran sociólogo de la Historia, Raymond Aron. También resulta asunto enjundioso la comparación entre el político y el intelectual.
Cualquier biografía de Manuel Azaña, por ejemplo, debe plantearse la problemática convivencia de esa doble condición en una misma persona. ¿Se puede ser actor y al tiempo espectador lúcido de la representación con el distanciamiento que ello supone? Probablemente no: un papel excluye al otro, como sucedió con la generación de políticos-intelectuales que llevó a cabo la revolución soviética de 1917. A su vez, el Azaña de ´La velada en Benicarló´ ya no es un político, sino un intelectual destrozado por la tragedia de la contienda bélica entre los españoles. Por otra parte, el intelectual que se pone al servicio de una ideología totalitaria traiciona la independencia consustancial a su oficio y deviene teólogo de una religión civil, convirtiéndose, pues, en un ´clérigo´,  según la conocida obra de Julien Benda  (´La trahison des clercs´ [1927], París, Grasset,  2003), que juega con la polisemia del vocablo en lengua francesa. Grados menores de clerecía se dan en todos aquellos casos en que los intelectuales orbitan alrededor de los partidos en nuestras sociedades democráticas.
Contrariamente a esto, la dualidad diferenciadora entre el político y el estadista se esgrime con frecuencia  para descalificar a aquél como un simple profesional del poder, sin altura de miras ni otro horizonte que la pura supervivencia en el cargo. Recurriendo a símiles ornitológicos, el político vulgar sería únicamente un ave de corral y el estadista, en cambio, un águila majestuosa surcando los cielos de la república mediante el señorío de las grandes corrientes eólico-históricas. Otras veces se ve en el político común a un pájaro charlatán, de cháchara insustancial, repleta de tópicos, vituperios del adversario y sonidos varios propios de un lenguaje insuficientemente articulado. El estadista, por  contra, suele mostrársenos como dueño de un discurso imponente que contiene las bases de un proyecto de resistencia o de transformación coherente y ambicioso,  siempre difícil y sacrificado, cuando no heroico. Porque el estadista acostumbra a proponer un camino arduo y apela a la voluntad más férrea para alcanzar un objetivo irrenunciable. Uno de los ejemplos más excelsos de esta apelación se contiene en el famoso discurso de Winston Churchill a la Cámara de los Comunes el 13 de mayo de 1940: «No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor? Pero yo asumo mi tarea con ánimo y esperanza».  ¿Hay gente así entre los políticos democráticos del presente?
Antes, sin embargo, de responder creo que debe matizarse el carácter tajante de la distinción entre políticos y estadistas. Estos son, desde luego, políticos poco usuales, pero políticos al fin y al cabo, en el sentido de que han de poseer las virtudes de paciencia, resistencia, ductilidad y habilidad que inexcusablemente deben adornar a todo profesional de la cosa pública. Los reyes filósofos  únicamente existen en el pensamiento de Platón. Incluso un político tan poco convencional como el general Charles De Gaulle  –sin ningún género de dudas un gran estadista y además, como Churchill, un gran escritor–  hubo de recurrir a las prosaicas armas de la pequeña política, primero durante su insufrible y a menudo ninguneada estancia en el Londres de la II Guerra Mundial y más tarde como fundador de la V República, valiente descolonizador y garante de la paz civil. Su actual sucesor, Nicolás Sarkozy, es un político populista (en lo que no se aparta de la estela gaullista), pero  de un materialismo atroz, que ama el dinero y el lujo todavía más que a un poder con el que su hiperactiva naturaleza no sabe muy bien qué hacer, excepto gozar de su  mera posesión. Por supuesto, carece completamente de escrúpulos y hace degenerar al populismo en demagogia si se trata de pescar votos tanto en los caladeros de Le Pen como entre la clientela proletaria del viejo PCF. De ahí la deportación masiva de gitanos, cuya numerosa presencia y nula integración en suelo francés saca de quicio a quienes están más próximos a ellos, o sea, no a los ricos amigos de Sarkozy, que viven en mansiones-fortaleza, sino a las clases populares. Tomemos nota  todos los europeos de la mezcla explosiva entre el populismo-chovinismo y la inmigración incontrolada e inasimilable. Alemania también muestra signos de inquietud al respecto.
Tony Blair pudo ser un estadista por talento y por impulso reformista. Pero le sobró el culto a la relación privilegiada con los  norteamericanos (inherente a la política exterior británica desde 1945) y le faltó suficiente sintonía con el  proyecto europeo. Habida cuenta de su tamaño y potencial,  sin embargo, el Reino Unido únicamente es capaz de alumbrar estadistas en el mundo de hoy en relación con ese proyecto. Si no le interesa, bien podría ingresar en los Estados Unidos de América como un Estado más de la Unión.
Angela Merkel  nos ha defraudado. Una discípula de Helmut Kohl debiera haber imitado el estilo de su maestro de pensar a lo grande, corriendo, naturalmente, los correspondientes riesgos. En lugar de eso, va camino de ser una Thatcher bis, gruñona, avarienta, mezquina, con la limitada visión de Europa propia de quien lleva en los genes históricos un sacrosanto horror por la inflación y el despilfarro. Procedente de la austera Alemania Oriental, sólo tiene respeto por el euro en la medida en que se parezca al marco y únicamente contempla una Europa económica, no política, bajo hegemonía alemana.
Barack Obama es, indiscutiblemente, un estadista y no un trapacero político de Chicago llegado de carambola a la Casa Blanca. Y ello no sólo por la profundidad, coherencia y belleza de sus discursos, ni por la amplitud de su programa, ni por el coraje y determinación de llevarlo a cabo en medio de un panorama económico desolador y con el país combatiendo en dos guerras. Un hombre de Estado debe ser, ante todo, una persona de principios. Obama los tiene: atreverse a apoyar, en nombre de la libertad religiosa, la construcción de una mezquita a tres manzanas de la neoyorkina zona cero me pareció un gesto admirable. Fue muy criticado por la cada vez más feroz derecha americana, a quien sin duda le escandaliza que el Presidente invoque la Constitución. El estadista ha de ser también un ejemplo para sus conciudadanos. Liderar significa asimismo educar. Por eso Clinton no resultó, pese a sus méritos, más estadista que político. Su comportamiento perjuro y mentiroso tras desvelarse el pintoresco asunto Lewinsky evidenció que carecía de grandeza moral.
Hace pocos días el electorado norteamericano propinó un severo correctivo electoral a los demócratas, que perdieron el control de la Cámara de Representantes, si bien conservan el del Senado. ¿Se acabó el estadista Obama, el ´orador en jefe´, como le llaman burlonamente los partidarios de Bush?  No lo creo, pero el estadista  debe saber jugar bien al póker. Con la vista puesta en las presidenciales de 2012, el juego del ´gobierno dividido´, típicamente americano, entre Obama y las dos Cámaras del Congreso  ha comenzado. 
https://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2010/11/08/politicos-estadistas/281809.html

Estadistas o irresponsables

POR DESGRACIA los irresponsables políticos tienen demasiada importancia en España. Y por eso en lugar de hacer pactos con sentido que serían aplaudidos por el pueblo, se dedican a dividir aún más, lo que da alas a los pelmazos independentistas y las agencias de calificación que trafican con carne humana.
Es igual que la mayoría de la sociedad viva de espaldas a ellos y los considere desde hace años como un problema en lugar de una solución. Los burrócratas pretenden politizarlo todo para hacerse necesarios. El juicio a Nóos podría extenderse a toda la geografía española porque los partidos han dado contratos exclusivos sin garantías a demasiadas empresas. Los comisionistas hacen su agosto todo el año gracias a un determinado enchufismo con la esfera pública, no siempre por simple esnobismo y estupidez de los sátrapas, lo cual es el colmo, sino por intereses espurios. Por eso hay que aumentar la vigilancia, exigir más transparencia y cargar con toda la responsabilidad.
Ya Cicerón decía aquello de Senatus bestia est; senatores, boni viri (El senado es una bestia; los senadores, hombres buenos). Pero me parece algo demasiado optimista, pues a la vista está que hay demasiados cabrones metidos en política que siguen pensando aquello que rebuznaba una memaministra de que el dinero público no es de nadie.
En su defensa los políticos gustan decir que son un reflejo de la sociedad y de que si les criticamos tanto, vendrá otra dictadura. Pero ni la sociedad está tan podrida ni por exigir más democracia vendrá otro tirano.
Sin duda, las mejores armas para defendernos de las mafias públicas son una mejor educación y esgrimir el llano sentido común que une a un payés con un pipiolo con master. Eso es lo que más temen los ayatolás nacionalistas, y por eso predican su cainita paja mental a gritos, para crear un maremágnum donde puedan seguir pescando.
Llevamos muchos años de hartazgo acentuado por una cruel crisis económica. La revolución está a la vuelta de la esquina. Por eso, sería mejor que los principales partidos, a los que une un programa parecido y demasiadas vergüenzas compartidas, unieran sus fuerzas para servir a sus votantes y regenerarse por el bien general.
Quiero creer que Snchz y Rajoy llegarán a un acuerdo que Rivera vigilará. Que aguanten unos años antes de convocar nuevas elecciones, porque el panorama internacional está tambaleándose (como avisó el Papa: vivimos en una III Guerra Mundial) y sería mejor mostrarse unidos.
http://www.elmundo.es/baleares/2016/01/13/56962e4246163f51688b4629.html 


Políticos y estadistas

Todos los estadistas son políticos pero no todos los políticos son estadistas. Estadista es, literalmente y por naturaleza, el político que tiene sentido del Estado. Para el estadista, la política no es algo circunstancial o pasajero. Fiel al concepto literal de “lo stato”, es decir, lo fijo o estable y no sujeto a veleidades ni aventuras, su visión política es de largo alcance y no cortoplacista. Como decía Churchill, rememorando a su antecesor Benjamín Disraeli, primer ministro de Gran Bretaña en 1867, “el estadista piensa más en las próximas generaciones que en las próximas elecciones”.
Para ser un estadista se exige visión de futuro y desprendimiento de las ambiciones personales, teniendo la grandeza de concertar grandes acuerdos nacionales aunque lo sean a iniciativa de otros.
El hombre de Estado es el político que asume la responsabilidad de gobernar o de defender sus ideas pensando y al servicio del bien común, por encima de su ideología o filiación partidista.
Hablar de hombre de Estado exige reconocer que cuando hay cuestiones no coyunturales o que trascienden a la lucha partidaria doméstica o diaria es necesario abordarlas y resolverlas mediante acciones conjuntas y de común acuerdo.
Cuando la seguridad, estabilidad e integridad del Estado están en riesgo o se ve amenazada su existencia, el pluralismo ideológico que es necesario para la normal acción de gobierno, debe ceder ante la unidad de acción y de consenso que sirvan para garantizar su conservación y permanencia.
Defender al Estado, como objetivo prioritario, sobre la contienda política en los casos en que las circunstancias así lo aconsejen, no autoriza a utilizar la llamada “razón de Estado” para justificar medidas de dudosa ética o restricciones indebidas e innecesarias a los derechos y libertades de los ciudadanos. En este sentido cabe decir que sólo cuando al Estado le asista la razón, puede invocarse la “razón de Estado”. Precisamente, la mala fama y el significado negativo que rodea el posible uso generalizado de la “razón de Estado” y sus peligrosas desviaciones hacen necesario que la “razón de Estado” no deba nunca exceder los límites de la legitimidad del Estado.
Siguiendo a Ortega, el hombre de Estado debe tener “virtudes magnánimas” y carecer de las que él llama “pusilánimes”.
Finalmente, el político puede ascender a la categoría de estadista cuando presta su apoyo a una causa o decisión que considere digna aunque sea liderada o patrocinada por otros. En confirmación de lo dicho, se reconoce que “si hay razones de Estado, la clase política es capaz de ponerse de acuerdo”.
https://www.diariodeferrol.com/opinion/enrique-santin/politicos-y-estadistas/20170601235347191656.html

 


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