Para desintoxicarnos
Hay películas que tienen una influencia feliz pero azarosa. No sólo nacen, se exhiben y mueren en las filmotecas, sino que gozan de una doble vida que va más allá del proyecto cinematográfico. Esto sucede en Cataluña con La librería, de Isabel Coixet.
Hartos de fantasmadas políticas y sociales, con un expresidente de la Generalitat jugando al escondite en Bruselas, metidos en pleno zafarrancho de combate electoral, con la ciudadanía expectante y unas ansias casi tenebrosas, y en muchos casos clandestinas, por volver a la normalidad democrática, he aquí que aparece un filme que encaja en nuestras preocupaciones como un guante. Ni hecho a posta podía lograrse un retrato tan fidedigno de la situación que se vive en Cataluña y que estoy seguro no figuraba en las ambiciones cinematográficas de la directora. Porque los filmes se escriben y se ruedan, pero luego son los espectadores quienes aportan elementos que habían pasado desapercibidos incluso a quienes los hicieron.
Una viuda aún joven decide instalar una librería en uno de esos pueblos pequeños donde no es frecuente leer pero donde los papeles están distribuidos y las tradiciones marcadas. Podría haber ocurrido entre nosotros, donde hay papelerías que ejercen a su vez de librerías y que añaden a sus títulos de comerciantes el de censores. Ellos deciden lo que se lee y lo que ni se debe leer ni siquiera exhibir; recuerdo que en determinadas poblaciones de Cataluña se censuran libros, basta con no tenerlos disponibles. A mí me ocurrió con La decadencia de Cataluña contada por un charnego (2013). Un quiosco de periódicos, en calle tan barcelonesa como Virgen de Montserrat, tiene a gala no vender determinados diarios. “El Mundo no entra aquí”, me dice, sin que me quedara muy claro si se refería al periódico, al mundo en general, o a ambas cosas.
El tejido de miserias de una sociedad apocada y disciplinada con lo que se da en llamar “sus tradiciones” está retratada de una manera sobria y muy evidente en La librería. Ahí figuran los poderes fácticos de toda la vida, que podrán cambiar de opinión pero no de personas. Basta con echarle una ojeada a lo que fue la Convergència i Unió pujolista y contemplar ahora al recién bautizado PDeCAT, para oler el mismo tufo a naftalina de la clase dirigente, igual da que se enseñoreen del Palau de la Música o por su sinuosa trayectoria de detentadores del poder. Porque el poder es suyo y hacen con él lo que les pete, o lo que les dejen si afecta a sus patrimonios.
Todo eso para llegar a la conclusión, recibida como una ley de Moisés: nosotros somos buenos, porque se trata de un pueblo elegido que tiene por misión educar a los malos, y mantenerlos a distancia. Sólo la perversidad de “los otros” nos impide ser lo felices que merecemos. En su desfachatada ignorancia, disfrutan de sus mentiras y las convierten en verdades de fe. No necesitan libreras que vengan de fuera y si algún día las necesitaran serían previamente depuradas de cuanta mala intención acumularon durante su anterior vida fuera del paraíso.
Estamos en el dominio de la perversión de las palabras que sirven para demonizar al adversario. Como asegura una lideresa del catalanismo bajo en calorías y alto en patrimonios, al que no le guste, que se vuelva a la tierra donde nació. Una reflexión para asimilados, porque no todos pueden dar el gran corte de manga que se merecen. Para eso se necesita sobrevivir a la castración social y abandonar cualquier esperanza de rebelión. La librería de Isabel Coixet vale por una lección de ciudadanía en un mundo de vasallos.
https://cronicaglobal.elespanol.com/pensamiento/sabatinas-intempestivas-gregorio-moran/para-desintoxicarnos_104120_102.html
Hartos de fantasmadas políticas y sociales, con un expresidente de la Generalitat jugando al escondite en Bruselas, metidos en pleno zafarrancho de combate electoral, con la ciudadanía expectante y unas ansias casi tenebrosas, y en muchos casos clandestinas, por volver a la normalidad democrática, he aquí que aparece un filme que encaja en nuestras preocupaciones como un guante. Ni hecho a posta podía lograrse un retrato tan fidedigno de la situación que se vive en Cataluña y que estoy seguro no figuraba en las ambiciones cinematográficas de la directora. Porque los filmes se escriben y se ruedan, pero luego son los espectadores quienes aportan elementos que habían pasado desapercibidos incluso a quienes los hicieron.
Una viuda aún joven decide instalar una librería en uno de esos pueblos pequeños donde no es frecuente leer pero donde los papeles están distribuidos y las tradiciones marcadas. Podría haber ocurrido entre nosotros, donde hay papelerías que ejercen a su vez de librerías y que añaden a sus títulos de comerciantes el de censores. Ellos deciden lo que se lee y lo que ni se debe leer ni siquiera exhibir; recuerdo que en determinadas poblaciones de Cataluña se censuran libros, basta con no tenerlos disponibles. A mí me ocurrió con La decadencia de Cataluña contada por un charnego (2013). Un quiosco de periódicos, en calle tan barcelonesa como Virgen de Montserrat, tiene a gala no vender determinados diarios. “El Mundo no entra aquí”, me dice, sin que me quedara muy claro si se refería al periódico, al mundo en general, o a ambas cosas.
El tejido de miserias de una sociedad apocada y disciplinada con lo que se da en llamar “sus tradiciones” está retratada de una manera sobria y muy evidente en La librería. Ahí figuran los poderes fácticos de toda la vida, que podrán cambiar de opinión pero no de personas. Basta con echarle una ojeada a lo que fue la Convergència i Unió pujolista y contemplar ahora al recién bautizado PDeCAT, para oler el mismo tufo a naftalina de la clase dirigente, igual da que se enseñoreen del Palau de la Música o por su sinuosa trayectoria de detentadores del poder. Porque el poder es suyo y hacen con él lo que les pete, o lo que les dejen si afecta a sus patrimonios.
Estamos en el dominio de la perversión de las palabras que sirven para demonizar al adversario. Como asegura una lideresa del catalanismo bajo en calorías y alto en patrimonios, al que no le guste, que se vuelva a la tierra donde nacióPero da lo mismo. Podrán defender hoy esto o lo contrario, que para eso son los depositarios de las esencias que administran a los súbditos. No son los libros lo que afecta a los poderes, tan tradicionales como arruinados, sino el derecho a decidir qué se lee y quién se lo ofrece. Ellos son los únicos legitimados para el suministro de alfalfa a sus bases sumisas. Cualquiera que pretenda interrumpir o alumbrar ese estercolero de pasiones patrióticas que garantizan el statu quo se verá sometido al acoso. Bajo las formas más rudimentarias, que las hay, hasta la brutalidad del pacifismo violento, una aparente contradicción en los términos que ha cobrado patente de corso. Como yo soy pacífico por naturaleza --aseguran los organizadores del linchamiento-- quien pretenda interrumpir o cuestionar esta clerical forma de marginar herejes sociales, no hace otra cosa que comportarse como un malvado. Nosotros somos buenos, afirman los que no te permiten abrir una librería y romper el monopolio más vil de cuantos existen: el de la tradición y la impunidad, el que asegura la distribución de papeles.
Todo eso para llegar a la conclusión, recibida como una ley de Moisés: nosotros somos buenos, porque se trata de un pueblo elegido que tiene por misión educar a los malos, y mantenerlos a distancia. Sólo la perversidad de “los otros” nos impide ser lo felices que merecemos. En su desfachatada ignorancia, disfrutan de sus mentiras y las convierten en verdades de fe. No necesitan libreras que vengan de fuera y si algún día las necesitaran serían previamente depuradas de cuanta mala intención acumularon durante su anterior vida fuera del paraíso.
Estamos en el dominio de la perversión de las palabras que sirven para demonizar al adversario. Como asegura una lideresa del catalanismo bajo en calorías y alto en patrimonios, al que no le guste, que se vuelva a la tierra donde nació. Una reflexión para asimilados, porque no todos pueden dar el gran corte de manga que se merecen. Para eso se necesita sobrevivir a la castración social y abandonar cualquier esperanza de rebelión. La librería de Isabel Coixet vale por una lección de ciudadanía en un mundo de vasallos.
https://cronicaglobal.elespanol.com/pensamiento/sabatinas-intempestivas-gregorio-moran/para-desintoxicarnos_104120_102.html
El clan de los mentirosos
Yo fui de los pocos que se casaron por lo civil durante la ya lejana dictadura franquista. Para lograrlo entonces era menester visitar al párroco de la iglesia más cercana, y apostatar. No se trataba de algo baladí, porque salvo un puñado de sacerdotes no montaraces ni nacional católicos, la inmensa mayoría consideraba la apostasía un acto de rebeldía que llevaría como consecuencias las más horrendas penas infernales, cosa que tuvo a bien explicarme aquel clérigo airado que en un principio se negó y sólo tras muchos dimes y diretes aceptó concederme el inexistente estatuto de no creyente, lo que allá por el año 1969 ó 70 resultaba una anomalía.
La actitud del cura estaba fundamentada, es un decir, en que no existían los ateos sino que había una minoría de religión atea. Resultaron baldíos los esfuerzos por hacerle comprender que, desde mi respeto por todas las religiones, yo no tenía ninguna. Fue imposible que me entendiera. Para él todo el mundo tenía una religión, incluso los no creyentes. Aceptó, al fin y de muy mala gana, extenderme el acta de abjuración sólo cuando le amenacé con ir acompañado de un abogado que sirviera de testigo ante su negativa.
Yo debía tener poco más de veinte años y ahora he vuelto a revivir aquella desazón de entonces. No pertenezco ni a la parroquia de catalanistas ni a la de españolistas y tampoco puedo abjurar de nada porque jamás he pertenecido a religiones parecidas. Pero debo añadir algo más que me ha sobrevenido con la edad, y es que, igual que entonces me parecían las religiones merecedoras de un respeto, ahora siento hacia estas nuevas, sobrevenidas socialmente, un desprecio teñido de aversión.
Me cuesta trabajo hacerme a la idea de que haya gente capaz de creerse las mentiras de unos profetas cobardes y ruines, auténticos capitanes arañas que después de haber despojado a una sociedad que se jactaba, quizá con exceso, de su capacidad para vivir y dejar vivir, y la han dejado abierta en canal, metáfora muy plástica que me gusta repetir, porque cuando a los animales, incluidos los humanos, se nos exhibe de ese modo quedan al descubierto sus entrañas, esas partes donde los antiguos buscaban y al parecer encontraban nuestras miserias más hondas.
¿Alguien sería capaz de aceptar a un tipo así dirigiendo no ya un Estado en ciernes sino una asociación de vecinos? ¿Hay creyentes de la religión Puigdemont? Sí, los hay y suficientes como para cuestionar al género humano, al derecho igualitario de las urnas y sobre todo a esa falacia para flojos de espíritu que se da en llamar catalanismo.
Con tal de no pasar ni una noche en la cárcel y de garantizar sus patrimonios, han sido capaces los supuestos gobernantes de esa Generalitat de delincuentes a renegar de su fe y de sus fervores. Nunca una sociedad, que salvo egregias minorías no se distinguió por sus cuotas de heroísmo, ha caído tan bajo. Nunca se han hipotecado las creencias por un personal despreciable, que falto de recursos improvisa motivos con los que tapar su frivolidad, apelando a hipotéticos muertos que evitaron con su cobardía y su deshonra. No hay más daños ni heridos ni víctimas que aquellas que ellos provocaron.
¿De dónde salieron estos profetas de la inanidad y la deshonra? Esta será una respuesta que no figura en el haber del Estado, ni siquiera en el de Rajoy. Hubo un tiempo en que los califiqué de payasos y hasta algunos se dieron por aludidos, cuando en pura lógica hubieran debido reaccionar los Payasos Sin Fronteras, indignados porque se les asimilara con personal tan despreciable.
Nunca gente tan simple provocó desperfectos tan complejos.
La actitud del cura estaba fundamentada, es un decir, en que no existían los ateos sino que había una minoría de religión atea. Resultaron baldíos los esfuerzos por hacerle comprender que, desde mi respeto por todas las religiones, yo no tenía ninguna. Fue imposible que me entendiera. Para él todo el mundo tenía una religión, incluso los no creyentes. Aceptó, al fin y de muy mala gana, extenderme el acta de abjuración sólo cuando le amenacé con ir acompañado de un abogado que sirviera de testigo ante su negativa.
Yo debía tener poco más de veinte años y ahora he vuelto a revivir aquella desazón de entonces. No pertenezco ni a la parroquia de catalanistas ni a la de españolistas y tampoco puedo abjurar de nada porque jamás he pertenecido a religiones parecidas. Pero debo añadir algo más que me ha sobrevenido con la edad, y es que, igual que entonces me parecían las religiones merecedoras de un respeto, ahora siento hacia estas nuevas, sobrevenidas socialmente, un desprecio teñido de aversión.
Me cuesta trabajo hacerme a la idea de que haya gente capaz de creerse las mentiras de unos profetas cobardes y ruines, auténticos capitanes arañas que después de haber despojado a una sociedad que se jactaba, quizá con exceso, de su capacidad para vivir y dejar vivir, y la han dejado abierta en canal, metáfora muy plástica que me gusta repetir, porque cuando a los animales, incluidos los humanos, se nos exhibe de ese modo quedan al descubierto sus entrañas, esas partes donde los antiguos buscaban y al parecer encontraban nuestras miserias más hondas.
Con tal de no pasar ni una noche en la cárcel y de garantizar sus patrimonios, han sido capaces los supuestos gobernantes de esa Generalitat de delincuentes a renegar de su fe y de sus fervores. Nunca una sociedad, que salvo egregias minorías no se distinguió por sus cuotas de heroísmo, ha caído tan bajoQue un supuesto presidente de la Generalitat elegido por cooptación y sin el voto ciudadano, justamente destituido por saltarse la ley no para hacer una revolución, que sería motivo de fuste, sino para garantizar la permanencia de una casta dirigente tan corrupta como catalanista, tenga el tupé de preguntarse retóricamente si Rajoy y el Estado respetarán las elecciones del próximo 21 de diciembre, estamos ante una desvergüenza. Bastaría decir que él no tuvo los redaños suficientes para convocar las elecciones, cosa que hubo de hacer el adversario. Esto descalifica a una persona por su indecencia, pero a un político lo eleva un grado en el desprecio que se merece: por cobarde, improvisador y cínico.
¿Alguien sería capaz de aceptar a un tipo así dirigiendo no ya un Estado en ciernes sino una asociación de vecinos? ¿Hay creyentes de la religión Puigdemont? Sí, los hay y suficientes como para cuestionar al género humano, al derecho igualitario de las urnas y sobre todo a esa falacia para flojos de espíritu que se da en llamar catalanismo.
Con tal de no pasar ni una noche en la cárcel y de garantizar sus patrimonios, han sido capaces los supuestos gobernantes de esa Generalitat de delincuentes a renegar de su fe y de sus fervores. Nunca una sociedad, que salvo egregias minorías no se distinguió por sus cuotas de heroísmo, ha caído tan bajo. Nunca se han hipotecado las creencias por un personal despreciable, que falto de recursos improvisa motivos con los que tapar su frivolidad, apelando a hipotéticos muertos que evitaron con su cobardía y su deshonra. No hay más daños ni heridos ni víctimas que aquellas que ellos provocaron.
¿De dónde salieron estos profetas de la inanidad y la deshonra? Esta será una respuesta que no figura en el haber del Estado, ni siquiera en el de Rajoy. Hubo un tiempo en que los califiqué de payasos y hasta algunos se dieron por aludidos, cuando en pura lógica hubieran debido reaccionar los Payasos Sin Fronteras, indignados porque se les asimilara con personal tan despreciable.
Nunca gente tan simple provocó desperfectos tan complejos.