155 monedas de plata
“Ciento cincuenta y cinco monedas de plata”, escribió el diputado Gabriel Rufián en su cuenta de Twitter cuando vio venir la ola de disgusto que se podía llevar por delante a Carles Puigdemont. Pasaban unos minutos de las once de la mañana del pasado 26 de octubre. Hay que volver una y otra vez a esa fecha, porque contiene casi todas las claves de lo que ahora está pasando.
A las once de la mañana, Puigdemont acababa de comunicar a Iñigo Urkullu que se disponía a convocar elecciones en los términos requeridos por Moncloa a través de los mediadores (el lehendakari vasco y un muy reducido grupo de empresarios y profesionales catalanes). El decreto contendría una explícita referencia a la ley electoral vigente. Media hora más tarde, estudiantes congregados en la plaza de Sant Jaume comenzaban a gritar: “¡Puigdemont, traïdor!”.
En el curso de la mañana, Oriol Junqueras le comunicó sus reticencias al adelanto electoral, sin declarar nada en público. La notoria habilidad de un hombre que se jacta de haber trabajado como investigador en los archivos secretos del Vaticano. Junqueras no dijo nada. Dejó que hablasen los
suyos.
suyos.
Pasadas las doce del mediodía, Puigdemont ya notaba sobre los hombros la carga del oprobio. Se veía procesado por el referéndum del 1 de octubre y desaprobado por su gente. Ya se veía en mal lugar en los libros de historia catalanista. La palabra traidor siempre ha resonado de una manera especial entre los espesos muros del Palau de la Generalitat. El 6 de octubre de 1934, después de proclamar “l’Estat Català dins la República Federal Espanyola”, Lluís Companys preguntó a los consellers que le acompañaban: “¿Ahora también me diréis que no soy suficientemente catalanista?”. El abogado republicano Companys, muy amigo de los sindicatos, siempre fue visto con recelo por los más nacionalistas, que conspiraron contra él en diversos momentos de su mandato. De Puigdemont nadie puede poner en duda su fe independentista. Nadie. Pero le tuvo que doler mucho que le llamasen traidor. El periodista Carles Puigdemont i Casamajó, antiguo redactor jefe del Punt Diari, vive en el interior de Twitter desde hace años. Es un apasionado de las redes sociales. Hay que tener en cuenta ese dato para acabar de entender su comportamiento político.
Dos filósofos contemporáneos, Peter Sloterdijk y Byung-Chul Han, nos pueden ayudar a entender mejor lo que está pasando estas semanas en Catalunya. El alemán Sloterdijk nos advierte que la sociedad digitalizada se comporta como la espuma de afeitar: forma grumos. Cada individuo es una microcápsula aislada y a la vez conectada a la red. En un momento dado, muchas individualidades se pueden agregar alrededor de una causa o de una protesta. El independentismo catalán obedece a esa fenomenología,en una sociedad con fuerte tradición asociativa. No es una masa aborregada, obcecada o adoctrinada, como dicen los propagandistas del oficialismo español. Es una masa muy interconectada. Ayer mismo, centenares de miles de personas se manifestaron por la calle Marina de Barcelona reclamando la libertad de los políticos presos. Al anochecer, exhibieron la pantalla iluminada de sus teléfonos móviles. Fue una manifestación contundente. Fue un espectáculo posmoderno en la ciudad que alberga –con riesgo de perderlo– el Mobile World Congress. Hay cosas que sólo pueden ocurrir en Barcelona. La luz de los móviles iluminó anoche el error estratégico del aparato del Estado: convocar elecciones en Catalunya y al cabo de tres días encarcelar a algunos de los principales líderes del movimiento que se quiere derrotar en las urnas.
Un error que ahora se pretende corregir desde el Tribunal Supremo.
El filósofo coreano Han, formado en Alemania y en cierta medida discípulo de Sloterdijk, ha escrito con sabiduría sobre las redes sociales. Las críticas en internet pueden doler más que las expresadas en una conversación personal, porque ante la pantalla nos sentimos radicalmente solos. Tenemos la sensación de que mucha gente comparte aquella crítica o descalificación. Y en ocasiones es cierto. Se forma entonces el efecto jauría: nos sentimos acosados por todas partes. Un enjambre digital nos persigue. Pensemos en Puigdemont a las dos de la tarde del 26 de octubre. “Traidor, traidor, traidor”. “Fraude, fraude, fraude”. “La hipercomunicación digital destruye el silencio que necesita el alma para reflexionar y para ser ella misma”, escribe el filósofo Han. Hay decisiones políticas trascendentales que necesitan un poco de silencio. El presidente de la Generalitat no lo tuvo. Ciento cincuenta y cinco monedas de planta mortificaban su conciencia.
Puigdemont y Junqueras dejaron de hablarse desde aquella mañana. Ya no se han vuelto a dirigir la palabra. La votación de la DUI, el viernes 27, transcurrió con caras de funeral. Nunca ha habido en el mundo una declaración de independencia tan triste. Nada estaba preparado para el minuto después. Nada se propuso. Nada se hizo. Esa nada sirve ahora de argumento exculpatorio ante los tribunales. Esa nada podría haber desmovilizado al enjambre digital soberanista, pero los encarcelamientos lo han vuelto a congregar. Hay causa. Un país no puede ser humillado.
Ha transcurrido desde entonces una eternidad. Puigdemont se ha refugiado en Bruselas. Un movimiento hábil para la defensa jurídica, con evidentes riesgos de histrionismo. Habla sin parar. Intenta que a su alrededor no se produzca el vacío. Ha intentando retomar la iniciativa con la “llista del president”, ingeniosa fórmula para mantener viva la acreditada voluntad de poder del gen convergente. Esquerra Republicana esta vez no se ha dejado enjaular. Antes de ingresar en la cárcel, Junqueras dio instrucciones precisas a los suyos de resistir la maniobra. Ambos pueden enfrentarse ahora en las urnas. Uno, muy locuaz, desde Bruselas; el otro, desde la cárcel, administrando los silencios. Junqueras es menos adicto al móvil.
Manifestación de pantallas iluminadas en la ciudad del Mobile World Congress. Y la sombra de Judas ajustando cuentas entre soberanistas. Después del Iscariote, en este mundo nadie quiere parecer traidor.
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Cuando Francesc Macià se refugió en Bruselas
- Tras el fracaso de la insurrección de Prats de Molló, el líder de Estat Català se refugió también en la capital belga
La presencia de Carles Puigdemont y sus cuatro exconsellers en Bruselas evoca las estancias de otros ilustres catalanes en la capital belga en condición de exiliados. Desde el pedagogo Francesc Ferrer i Guàrdia, entre 1907 y 1908, hasta el coronel Frederic Escofet, responsable de los Mossos d’Esquadra, o el poeta Josep Carner, ambos tras la Guerra Civil. Pero la figura más emblemática que pasó por Bruselas fue el Francesc Macià, hace ahora 90 años. Allí vivió hasta tres exilios, entre principios de 1927 y febrero de 1931.
Después del golpe de Estado de Primo de Rivera, en septiembre de 1923, Francesc Macià, fundador de Estat Català y diputado en Cortes, se exilió a Francia, instalándose en Bois-Colombes, cerca de París. Desde allí planificó una acción armada para invadir Catalunya, pues creía que era la única forma de lograr la independencia. Lo intentó el 2 de noviembre de 1926 a través de Prats de Molló con la ayuda de otros exiliados y mercenarios italianos.
Nada más llegar a Bruselas, en febrero de 1927, Macià tuvo que pedir dinero a los catalanes de Amèrica
La insurrección fue un fracaso militar en toda regla, pero supuso un éxito propagandístico. Fue detenido por la gendarmería, junto con Ventura Gassol, Carner-Ribalta, Bordas de la Cuesta, Martí Vilanova, Jaume Miravitlles y otros exiliados, y encarcelado en Perpiñán. Más tarde fue trasladado a la prisión de La Santé, en París, y se abrió un proceso judicial que tuvo gran eco en la prensa internacional. Finalmente fue condenado a dos meses de prisión por tenencia de armas y expulsado de Francia. Es entonces cuando se refugia en Bruselas, gracias a la presencia allí de Jaume Mir, un catalán de Martorell laureado en la Primera Guerra Mundial por su labor como espía.
Antes que Macià llegaron a Bruselas algunos de los voluntarios catalanes detenidos en el complot de Prats de Molló. No lo tuvieron fácil pese a la ayuda inicial en ropa y alimentos del Ayuntamiento belga. Francesc Català i Serra, de Ripoll, es uno de ellos y falleció a los pocos meses de tuberculosis. El propio Macià, nada más llegar, en una carta de 6 de febrero de 1927 explica a los amigos catalanes de América su precaria situación: “ De Catalunya ens han vingut tan pocs diners que fa pena només pensar-hi”.
Los exiliados percibían que el drama está en el interior de Catalunya y que sus directrices no son escuchadas
Macià se instaló los primeros días en una pensión y más tarde en un apartamento de la calle Frédéric Pelletier, 44. A punto de cumplir 68 años, empleó los primeros días en recuperarse de los achaques de salud provocados por las humedades de La Santé, pero pronto volvió a la actividad y decidió que lo mejor era internacionalizar el conflicto catalán. A finales de 1927 se embarca junto con Ventura Gassol, su secretario y futuro conseller de Cultura, hacia Uruguay. Su intención es ir a Argentina, pero la justicia no le acepta el pasaporte librado por Bélgica, gracias a las gestiones de Emile Vandervelde, presidente de la Internacional Obrera y Solidaria. Es detenido siete días en Buenos Aires hasta que sus abogados logran la libertad. Tras siete meses en Argentina y un paso fugaz por Chile se dirige a La Habana, donde se constituye en octubre de 1928 el Partit Separatista Revolucionari de Catalunya. En ese encuentro se aprueba el redactado de la Constitución Provisional de la República Catalana, que entre otras cuestiones adopta la estelada como bandera nacional.
De regreso a Europa, Macià no puede entrar ni en Francia ni en Suiza y tiene que volver a Bélgica. Aparecen entonces divergencias sobre la estrategia que seguir en Catalunya, en pleno debate también sobre la conveniencia de convocar una huelga general. En febrero de 1929 lanza desde Bruselas la proclama Al poble de Catalunya.
Al año siguiente funda el Casal Català de Bruselas, que aún se mantiene vivo. Otra de sus propuestas es la constitución de “un comité de los hombres más representativos”, cuya finalidad es “organizar el alzamiento de Catalunya”. Ramon Fabregat, en Macià. La seva actuació a l’estranger, publicado por Edicions Catalanes de Mèxic en 1952, señala: “Es en el interior donde se juega el gran drama, y los de allí ya no atienden directrices que les vengan de fuera (…) Macià, hombre de fina percepción, se da cuenta y se adapta”. En 1930 regresó a Catalunya, pero fue detenido y retornado a Bélgica. No será hasta el 22 de febrero de 1931 cuando podrá regresar con una amnistía. No habían pasado ni dos meses cuando el 14 de abril, tras el triunfo en las elecciones municipales, Macià proclamaba desde la plaza de Sant Jaume la “República Catalana dentro de una Federación de Repúblicas Ibéricas”. Tres días más tarde aceptó convertir la República Catalana en la Generalitat de Catalunya, un gobierno autónomo dentro de la república española
http://www.lavanguardia.com/politica/20171112/432