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AUTOMATIZACIÓN.Enrique Sánchez Ludeña

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AUTOMATIZACIÓN

En 1811, en Nottingham, una multitud de obreros enfurecidos prendió fuego a sesenta máquinas de tejer medias. Los telares industriales y  las máquinas de hilar permitían sustituir a los artesanos por obreros menos cualificados, que producían más y por salarios más bajos. Las máquinas destruían empleo, no solo en las fábricas sino también en el campo. En manos de los empleadores eran, por tanto, una amenaza.
Esta destrucción de máquinas, como reacción y como forma de presión de los trabajadores sobre los empleadores, se extendió por toda Inglaterra y, desde allí, a Europa.  En España, en 1821, más de mil campesinos y jornaleros, que cardaban e hilaban lana en sus casas, destruyeron 17 máquinas de cardar en Alcoy. El movimiento ha pasado a la historia con el nombre de ludismo y, en la actualidad, un ludita o neoludita es aquel que se resiste a la incorporación de la mecanización, la automatización y  las nuevas tecnologías en general, siempre que estas potencien un estilo de vida o un modelo de sociedad que perjudica, más que beneficiar, a los seres humanos.
Todo trabajo repetitivo y con resultados predecibles, es decir casi todos, es susceptible de ser automatizado. Operaciones como fabricar o apretar tuercas, cortar piezas iguales, pintar, doblar, moldear o embotellar ya son realizadas por robots. Desde la llegada de los ordenadores, ya no se necesitan legiones de administrativos y contables. En el comercio, gran parte del almacenaje, la venta y la distribución de productos es ejecutada por máquinas. Incluso muchos trabajos que precisan de la toma de decisiones, y en teoría de un ser inteligente que las tome, ya se están automatizando.
Porque, desde que Descartes comparó al cuerpo humano con una máquina sofisticada, todos los movimientos y comportamientos humanos, incluida la inteligencia, se han pretendido emular y automatizar. Y los defensores de la llamada inteligencia artificial aseguran que ya lo han conseguido en muchos casos, o están a punto de conseguirlo en muchos otros. Combinando la potencia de cálculo y los algoritmos con la posibilidad de acceder a un enorme archivo de situaciones parecidas, los ordenadores han sido capaces de derrotar a los campeones mundiales de ajedrez y de Go, dos juegos que, durante milenios, se han tenido como referentes de la capacidad intelectual de los humanos.
Nos auguran los expertos que la automatización es imparable, que en un futuro no muy lejano se perderán millones de empleos, porque los ejecutarán las máquinas o porque se habrán vuelto innecesarios. También nos dicen que estos empleos desaparecidos se compensarán con la creación de otros, relacionados con la computación, la robótica, las comunicaciones y, en general, con las nuevas tecnologías. Sin embargo esto, que ya sucedió en el pasado con el vapor y la electricidad, no va a ocurrir ahora. La destrucción masiva de empleos provocada por la digitalización no va a encontrar contrapartida en el mercado laboral.
Los coches sin conductor, los drones que transportan, fumigan o vigilan, los cientos de robots naranjas que recorren los almacenes de Amazon, recogiendo y repartiendo productos, o las impresoras 3D, que permiten o permitirán que cada cual se fabrique en su casa lo que necesite, son tan solo un anticipo de lo que están haciendo o podrán hacer las máquinas. Por poner un ejemplo, ahora se está investigando en el desarrollo de robots capaces de ayudar o atender a personas con algún tipo de discapacidad, como ancianos con Alzheimer o niños autistas. También se están intentando implantar y comercializar, desde hace tiempo, distintas máquinas de enseñar.
Gran parte de la acción educativa actual se podrá sustituir por software diseñado sobre las premisas de la inteligencia artificial. Aunque, a efectos de la producción o del mercado laboral, lo que estas máquinas enseñen no tendrá ninguna necesidad de ser aprendido, o tendrá escaso valor, puesto que ya lo tendrá incorporado el microprocesador de algún robot o automatismo, que será, posiblemente, el que lo va a aplicar.
En los menguantes empleos del futuro, además de conocimientos muy específicos y por lo tanto escasos,  principalmente se van a demandar aquellas habilidades que no se puedan reproducir o emular, como podrían ser la sensibilidad, la empatía, la intuición o la creatividad. Todas ellas relacionadas la incertidumbre y la novedad.
En cualquier caso, el modelo productivo y económico que ahora conocemos necesariamente va a cambiar, porque lo que ahora le está beneficiando, la capacidad de producir masivamente con unos costes mínimos, también lo está volviendo insostenible. Si, para la inmensa mayoría de los mortales, la obtención de dinero está vinculada con el desempeño de un empleo, y cada vez somos más y los empleos remunerados son menos, o se reparte el trabajo o se redistribuye el dinero. Incluso se habla de una renta mínima universal. Pero esto tiene un límite: el de los impuestos que cada Estado, nacional o supranacional, es capaz de recaudar.
Entre tanto, se está participando en una carrera tecnológica y se confía en la educación como motor de desarrollo de los países. Es decir, se educa para formar futuros técnicos especializados, esto es, para que las nuevas generaciones de cada país tengan más oportunidades de realizar aquellas ocupaciones por las que se paga y que todavía no se hayan automatizado. Una carrera y una pretensión que inevitablemente se trasladan a la escuela y que son incompatibles con las intenciones inclusivas de los modelos educativos actuales, pero también con las metodologías y las enseñanzas que se practican en la mayoría de ellas.
Porque no se está educando para vivir en una sociedad en la que ya no será tan necesario el trabajo, determinado tipo de trabajo; no se está educando a los que solo ocasionalmente van a  trabajar, pero tampoco se está formando a los supuestamente privilegiados que van a acceder a él. No se están desarrollando los perfiles versátiles, creativos, con amplios conocimientos tecnológicos y grandes habilidades comunicativas, que se van a necesitar.
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Sobre Enrique Sánchez Ludeña
Enrique Sánchez Ludeña, nacido en 1956, es licenciado en Ciencias Químicas, con la especialidad de Bioquímica y Biología Molecular, por la Universidad Autónoma de Madrid. Durante diez años fue profesor de ciencias y matemáticas en el Colegio Ágora. Simultáneamente, y desde entonces, se ha dedicado a la elaboración y edición de textos escolares y otros materiales didácticos sobre ciencias experimentales, tecnología e informática. Ocasionalmente colabora en actividades de formación del profesorado.

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