reflexión crítica sobre el maquinismo
El maquinismo es también uno de los muchos temas que la ciencia ficción ha tratado, seguramente como reacción al gran auge de las máquinas de todo tipo de los siglos XIX y XX en los que la ciencia ficción ha forjado su historia.
Desde obras ya clásicas como La máquina se para (1909, E. M. Forster) cristaliza el miedo del ser humano a perder el control de la sociedad sumamente tecnificada y tal vez “deshumanizada”. Algo parecido a lo que Hollywood nos recuerda continuamente en películas como Almas de metal (1973, Michael Crichton), Terminator (1984, James Cameron) o Matrix (1999, Andy y Larry Wachowski), en las que la máquina por excelencia, el robot o el ordenador, se rebela contra los humanos que la han creado.
“Robótica”, por ejemplo, es un término inventado en la ciencia ficción, mucho antes de que fuera una posible realidad, pero no siempre los robots (o sus alter ego, los ordenadores capaces de la inteligencia artificial de que hacen gala los robots) han formado parte del futuro que la ciencia ficción ha imaginado.
En primer lugar, conviene recordar que el término “robot” nació con un traductor perezoso, posiblemente Paul Selver, quien, en 1923, no se atrevió a traducir al inglés el término checo “robota” que se usaba en la obra teatral R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) del checo Karel Capek, aparecida en su versión original en 1920. Selver creyó que el inglés “worker” usado para “trabajador” no se ajustaba correctamente con esos casi esclavos obligados a un duro trabajo forzado de la obra de Capek. Al fin y al cabo, los trabajadores británicos tenían algunos derechos... Convencido de que “worker” no representaba el significado con el que Capek usaba el término checo “robota” en su obra teatral, decidió no traducir el término y, así, “robot” entró en el vocabulario inglés. Y del inglés al resto de las lenguas.
Posteriormente, en los años cuarenta, Isaac Asimov introdujo por primera vez el término “robótica” en su serie de relatos sobre robots que se recopiló por primera vez en libro en el famoso volumen Yo, Robot (1950). Adelantándose a la realidad, Asimov, imaginó que se llegaba a construir una tecnociencia especializada en los robots como así ha ocurrido posteriormente. Esa novedosa tecnociencia incluía para Asimov incluso especialistas en la psicología robótica, como la brillante “robopsicóloga” Susan Calvin que protagonizaba la parte humana de la mayoría de los primeros relatos asimovianos sobre robots.
En realidad, en los años cuarenta del siglo XX, el joven Isaac Asimov se sentía incómodo con la imagen que la ciencia ficción estaba dando hasta entonces de los robots y, en definitiva, del maquinismo y las máquinas, de las que los robots vienen a ser la mayor y más potente representación en el imaginario popular. Antes de Yo, Robot, siguiendo la senda ideológica marcada por Forster, los robots eran malvados y representaban una seria amenaza para la humanidad (algo así como los Terminator y Matrix de Hollywood), y eso a Asimov le parecía una aberración. Le parecía (¡era joven!) que el ser humano no sería tan imbécil como para construir unas máquinas de las que no pudiera fiarse.
Por esa razón inventó las famosas tres leyes de la robótica, para insertar en el mismo cerebro positrónico de los nuevos robots asimovianos, una especie de garantía. Esas leyes obligaban a los robots a no hacer daño a un ser humano (primera ley), obedecer a un ser humano (segunda ley) e intentar sobrevivir (tercera ley). Pero el “potencial” de esas leyes era paralelo a su orden: la primera ley tenía prioridad sobre la segunda y ésta sobre la tercera. En realidad, la mayoría de relatos sobre robots de Asimov, jugaban con ligeras alteraciones experimentales de los potenciales de esas tres leyes para presentar pequeñas paradojas que derivan del juego lógico mismo de su interacción.
Aunque, si bien las Tres Leyes de la Robótica asimoviana han permeado toda la ciencia ficción escrita posterior, Hollywood sigue más interesado en los robots malvados que se rebelan, parece ser que dan más posibilidades dramáticas a los narradores y ponen en mayor peligro a los protagonistas (humanos, evidentemente).
Pero, en cualquier caso, la presencia continua de las máquinas es ya una constante en nuestra vida de seres civilizados y la ciencia ficción no podía dejar de especular sobre ello, como, en realidad, siempre ha especulado sobre el posible futuro que nos aguarda.
La prospección del futuro
La preocupación por el futuro que demuestra la ciencia ficción ha hecho que se creyera que podía ser una buena fuente de predicciones. Pero la función principal de la ciencia ficción es especular y no tanto hacer predicciones certeras. Especular no es exactamente lo mismo que predecir ni prever y, en realidad, las muchas y variadas predicciones de la ciencia ficción tienen la misma posibilidad de convertirse en realidad que las del tarot o cualquier otro arte adivinatorio: si se hacen miles de predicciones sobre el futuro, es muy posible que alguna acabe cumpliéndose. La flauta sonó por casualidad. Sólo eso.
http://www.centrocp.com/los-temas-de-la-ciencia-ficcion/
Además, por desgracia, la gran mayoría de las supuestas predicciones tecnocientíficas de la ciencia ficción (la única capacidad prospectiva que suele reconocérsele...) tampoco han sido realmente verdaderas predicciones. En realidad son ejemplos más o menos coherentes de un cierto tipo de divulgación científica avant la lettre.
Según el imaginario popular, el ejemplo paradigmático de “predicción tecnológica” en la ciencia ficción es la del submarino Nautilus que Jules Verne describió en Veinte mil leguas de viaje submarino (1870). Pese a la opinión general predominante, no fue en absoluto una predicción tecnológica: la idea de la navegación submarina ya había sido planteada e incluso practicada antes (mucho antes...) de la escritura y publicación de esa novela de Verne.
Ya un viejo estudio de William Bourne, fechado en 1578, había previsto la posibilidad de la navegación submarina de manera análoga a como Leonardo da Vinci imaginara en su día imposibles artefactos voladores. Más tarde, en mayo de 1801, Robert Fulton (el inventor del barco a vapor), parece ser que con el soporte económico de Napoleón, había probado cerca de París un proto-submarino para cuatro personas. Lo más sorprendente es que lo había bautizado igual que Verne a su navío de ficción: Nautilus. Por desgracia, Verne no “inventó” el submarino y, además, ni siquiera el nombre del que aparece en su novela...
Hay otros ejemplos: el Ictineu del catalán Narcís Monturiol, empezó a construirse en 1857 y se probó por primera vez en el puerto de Barcelona en 1859, bastante antes de la novela de Verne. Por si hicieran falta más ejemplos, el 17 de febrero de 1864, en el puerto de Charleston, como una acción naval más de la guerra civil norteamericana, el proto-submarino H.L. Hunley de la Confederación, atacó con torpedos al barco Housatonic de la Unión.
En realidad, Verne no “inventó” el submarino y, tal vez conocedor de esa acción bélica estadounidense, simplemente lo utilizó en su novela, esta vez al servicio de un misántropo héroe solitario, claramente antisocial.
Pobre prospectiva la de este caso sumamente famoso... Pero eso es lo que ha hecho a menudo un determinado tipo de ciencia ficción bien documentada en el aspecto científico: utilizar informaciones existentes sobre la tecnología, para especular e imaginar un posible futuro en el que ciertas posibilidades tecnocientíficas se hayan hecho ya realidad. Algo en este sentido quisimos intentar Pedro Jorge Romero y yo mismo en nuestra novela El otoño en las estrellas (2001), que incluye, al final, una relación de los distintos libros y artículos científicos de los que salieron la mayoría de las especulaciones de la novela sobre nanotecnología, sobre cómo extraer energía de los agujeros negros, sobre la posibilidad de vida en el universo y tantas y tantas cosas que, noveladas, parecen ser claramente de “ciencia ficción” cuando, en realidad, sus raíces se hallan, al menos en este caso, en la ciencia actual...
Conviene destacar que, en 1906, en un discurso de Wells a la Sociological Society británica, el padre de la ciencia ficción moderna recomendaba que la sociología adoptara como “método propio y diferenciador” la creación de utopías y su crítica exhaustiva. Este juego de imaginar futuros (utópicos o no) y, también, el advertir de los peligros implícitos en ciertas tendencias del presente, es uno de los aspectos más enriquecedores de la especulación propia de la ciencia ficción.
En sentido opuesto, parte de la ciencia ficción, al revés de la prospectiva, a veces no pretende adivinar el futuro que será, sino conjurar algunos de los ominosos futuros que podrían aguardarnos. Intenta advertirnos que, de seguir por el camino que hemos emprendido, el futuro que nos aguarda puede resultar terrible.
Se dice por ello que la ciencia ficción puede contemplarse también como una “profecía auto-preventiva”, una profecía que se formula precisamente para motivar reacciones que la hagan falsa y alejen del horizonte ese ominoso futuro que se denuncia.
De la misma manera que algunos autores han escrito utopías sobre futuros o sociedades perfectas, la ciencia ficción también se ha entretenido en imaginar “utopías negativas” (distopías, en la denominación habitual).
En este sentido cabe considerar obras inolvidables como Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1948) de George Orwell, Limbo (1952) de Bernard Wolfe o Las torres del olvido (1987) de George Turner, por citar sólo cuatro clásicos indiscutibles respecto de futuros odiosos por efecto de la manipulación biológica, la dictadura político-tecnológica, la psicología y la economía respectivamente.
Como vemos, no sólo se trata de las extrañas sociedades formadas por esos alienígenas descubiertos en el largo viaje por el espacio del que antes se hablaba, también cabe pensar en distintas formas de organizar la vida social en nuestro propio mundo, siguiendo la estela “sociológica” que sugiriera Wells hace ya casi un siglo.
Por eso, a mi entender, junto a las “profecías auto-preventivas” de las peores distopías, cabe también una visión constructiva y ejemplarizante. En este sentido, tienen un gran atractivo y resultan de sumo interés respecto al futuro que nos aguarda algunas de las narraciones de la mejor ciencia ficción escrita de las últimas décadas. Me refiero a esa ciencia ficción que escriben algunas mujeres para hacer ver a sus lectores que, por decirlo de manera un tanto eufemística, la relación de poderes entre los sexos no tiene porqué ser siempre tan sesgada como ocurre en nuestra sociedad. Así lo han hecho, entre otras, Ursula K. Le Guin en La mano izquierda de la oscuridad (1969), Margaret Atwood en El cuento de la criada (1985) o Sheri S. Tepper en La puerta al país de las mujeres (1988), obras todas ellas inolvidables e imprescindibles."M.Barcelo.
El maquinismo es también uno de los muchos temas que la ciencia ficción ha tratado, seguramente como reacción al gran auge de las máquinas de todo tipo de los siglos XIX y XX en los que la ciencia ficción ha forjado su historia.
Desde obras ya clásicas como La máquina se para (1909, E. M. Forster) cristaliza el miedo del ser humano a perder el control de la sociedad sumamente tecnificada y tal vez “deshumanizada”. Algo parecido a lo que Hollywood nos recuerda continuamente en películas como Almas de metal (1973, Michael Crichton), Terminator (1984, James Cameron) o Matrix (1999, Andy y Larry Wachowski), en las que la máquina por excelencia, el robot o el ordenador, se rebela contra los humanos que la han creado.
“Robótica”, por ejemplo, es un término inventado en la ciencia ficción, mucho antes de que fuera una posible realidad, pero no siempre los robots (o sus alter ego, los ordenadores capaces de la inteligencia artificial de que hacen gala los robots) han formado parte del futuro que la ciencia ficción ha imaginado.
En primer lugar, conviene recordar que el término “robot” nació con un traductor perezoso, posiblemente Paul Selver, quien, en 1923, no se atrevió a traducir al inglés el término checo “robota” que se usaba en la obra teatral R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) del checo Karel Capek, aparecida en su versión original en 1920. Selver creyó que el inglés “worker” usado para “trabajador” no se ajustaba correctamente con esos casi esclavos obligados a un duro trabajo forzado de la obra de Capek. Al fin y al cabo, los trabajadores británicos tenían algunos derechos... Convencido de que “worker” no representaba el significado con el que Capek usaba el término checo “robota” en su obra teatral, decidió no traducir el término y, así, “robot” entró en el vocabulario inglés. Y del inglés al resto de las lenguas.
Posteriormente, en los años cuarenta, Isaac Asimov introdujo por primera vez el término “robótica” en su serie de relatos sobre robots que se recopiló por primera vez en libro en el famoso volumen Yo, Robot (1950). Adelantándose a la realidad, Asimov, imaginó que se llegaba a construir una tecnociencia especializada en los robots como así ha ocurrido posteriormente. Esa novedosa tecnociencia incluía para Asimov incluso especialistas en la psicología robótica, como la brillante “robopsicóloga” Susan Calvin que protagonizaba la parte humana de la mayoría de los primeros relatos asimovianos sobre robots.
En realidad, en los años cuarenta del siglo XX, el joven Isaac Asimov se sentía incómodo con la imagen que la ciencia ficción estaba dando hasta entonces de los robots y, en definitiva, del maquinismo y las máquinas, de las que los robots vienen a ser la mayor y más potente representación en el imaginario popular. Antes de Yo, Robot, siguiendo la senda ideológica marcada por Forster, los robots eran malvados y representaban una seria amenaza para la humanidad (algo así como los Terminator y Matrix de Hollywood), y eso a Asimov le parecía una aberración. Le parecía (¡era joven!) que el ser humano no sería tan imbécil como para construir unas máquinas de las que no pudiera fiarse.
Por esa razón inventó las famosas tres leyes de la robótica, para insertar en el mismo cerebro positrónico de los nuevos robots asimovianos, una especie de garantía. Esas leyes obligaban a los robots a no hacer daño a un ser humano (primera ley), obedecer a un ser humano (segunda ley) e intentar sobrevivir (tercera ley). Pero el “potencial” de esas leyes era paralelo a su orden: la primera ley tenía prioridad sobre la segunda y ésta sobre la tercera. En realidad, la mayoría de relatos sobre robots de Asimov, jugaban con ligeras alteraciones experimentales de los potenciales de esas tres leyes para presentar pequeñas paradojas que derivan del juego lógico mismo de su interacción.
Aunque, si bien las Tres Leyes de la Robótica asimoviana han permeado toda la ciencia ficción escrita posterior, Hollywood sigue más interesado en los robots malvados que se rebelan, parece ser que dan más posibilidades dramáticas a los narradores y ponen en mayor peligro a los protagonistas (humanos, evidentemente).
Pero, en cualquier caso, la presencia continua de las máquinas es ya una constante en nuestra vida de seres civilizados y la ciencia ficción no podía dejar de especular sobre ello, como, en realidad, siempre ha especulado sobre el posible futuro que nos aguarda.
La prospección del futuro
La preocupación por el futuro que demuestra la ciencia ficción ha hecho que se creyera que podía ser una buena fuente de predicciones. Pero la función principal de la ciencia ficción es especular y no tanto hacer predicciones certeras. Especular no es exactamente lo mismo que predecir ni prever y, en realidad, las muchas y variadas predicciones de la ciencia ficción tienen la misma posibilidad de convertirse en realidad que las del tarot o cualquier otro arte adivinatorio: si se hacen miles de predicciones sobre el futuro, es muy posible que alguna acabe cumpliéndose. La flauta sonó por casualidad. Sólo eso.
http://www.centrocp.com/los-temas-de-la-ciencia-ficcion/
Además, por desgracia, la gran mayoría de las supuestas predicciones tecnocientíficas de la ciencia ficción (la única capacidad prospectiva que suele reconocérsele...) tampoco han sido realmente verdaderas predicciones. En realidad son ejemplos más o menos coherentes de un cierto tipo de divulgación científica avant la lettre.
Según el imaginario popular, el ejemplo paradigmático de “predicción tecnológica” en la ciencia ficción es la del submarino Nautilus que Jules Verne describió en Veinte mil leguas de viaje submarino (1870). Pese a la opinión general predominante, no fue en absoluto una predicción tecnológica: la idea de la navegación submarina ya había sido planteada e incluso practicada antes (mucho antes...) de la escritura y publicación de esa novela de Verne.
Ya un viejo estudio de William Bourne, fechado en 1578, había previsto la posibilidad de la navegación submarina de manera análoga a como Leonardo da Vinci imaginara en su día imposibles artefactos voladores. Más tarde, en mayo de 1801, Robert Fulton (el inventor del barco a vapor), parece ser que con el soporte económico de Napoleón, había probado cerca de París un proto-submarino para cuatro personas. Lo más sorprendente es que lo había bautizado igual que Verne a su navío de ficción: Nautilus. Por desgracia, Verne no “inventó” el submarino y, además, ni siquiera el nombre del que aparece en su novela...
Hay otros ejemplos: el Ictineu del catalán Narcís Monturiol, empezó a construirse en 1857 y se probó por primera vez en el puerto de Barcelona en 1859, bastante antes de la novela de Verne. Por si hicieran falta más ejemplos, el 17 de febrero de 1864, en el puerto de Charleston, como una acción naval más de la guerra civil norteamericana, el proto-submarino H.L. Hunley de la Confederación, atacó con torpedos al barco Housatonic de la Unión.
En realidad, Verne no “inventó” el submarino y, tal vez conocedor de esa acción bélica estadounidense, simplemente lo utilizó en su novela, esta vez al servicio de un misántropo héroe solitario, claramente antisocial.
Pobre prospectiva la de este caso sumamente famoso... Pero eso es lo que ha hecho a menudo un determinado tipo de ciencia ficción bien documentada en el aspecto científico: utilizar informaciones existentes sobre la tecnología, para especular e imaginar un posible futuro en el que ciertas posibilidades tecnocientíficas se hayan hecho ya realidad. Algo en este sentido quisimos intentar Pedro Jorge Romero y yo mismo en nuestra novela El otoño en las estrellas (2001), que incluye, al final, una relación de los distintos libros y artículos científicos de los que salieron la mayoría de las especulaciones de la novela sobre nanotecnología, sobre cómo extraer energía de los agujeros negros, sobre la posibilidad de vida en el universo y tantas y tantas cosas que, noveladas, parecen ser claramente de “ciencia ficción” cuando, en realidad, sus raíces se hallan, al menos en este caso, en la ciencia actual...
Conviene destacar que, en 1906, en un discurso de Wells a la Sociological Society británica, el padre de la ciencia ficción moderna recomendaba que la sociología adoptara como “método propio y diferenciador” la creación de utopías y su crítica exhaustiva. Este juego de imaginar futuros (utópicos o no) y, también, el advertir de los peligros implícitos en ciertas tendencias del presente, es uno de los aspectos más enriquecedores de la especulación propia de la ciencia ficción.
En sentido opuesto, parte de la ciencia ficción, al revés de la prospectiva, a veces no pretende adivinar el futuro que será, sino conjurar algunos de los ominosos futuros que podrían aguardarnos. Intenta advertirnos que, de seguir por el camino que hemos emprendido, el futuro que nos aguarda puede resultar terrible.
Se dice por ello que la ciencia ficción puede contemplarse también como una “profecía auto-preventiva”, una profecía que se formula precisamente para motivar reacciones que la hagan falsa y alejen del horizonte ese ominoso futuro que se denuncia.
De la misma manera que algunos autores han escrito utopías sobre futuros o sociedades perfectas, la ciencia ficción también se ha entretenido en imaginar “utopías negativas” (distopías, en la denominación habitual).
En este sentido cabe considerar obras inolvidables como Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1948) de George Orwell, Limbo (1952) de Bernard Wolfe o Las torres del olvido (1987) de George Turner, por citar sólo cuatro clásicos indiscutibles respecto de futuros odiosos por efecto de la manipulación biológica, la dictadura político-tecnológica, la psicología y la economía respectivamente.
Como vemos, no sólo se trata de las extrañas sociedades formadas por esos alienígenas descubiertos en el largo viaje por el espacio del que antes se hablaba, también cabe pensar en distintas formas de organizar la vida social en nuestro propio mundo, siguiendo la estela “sociológica” que sugiriera Wells hace ya casi un siglo.
Por eso, a mi entender, junto a las “profecías auto-preventivas” de las peores distopías, cabe también una visión constructiva y ejemplarizante. En este sentido, tienen un gran atractivo y resultan de sumo interés respecto al futuro que nos aguarda algunas de las narraciones de la mejor ciencia ficción escrita de las últimas décadas. Me refiero a esa ciencia ficción que escriben algunas mujeres para hacer ver a sus lectores que, por decirlo de manera un tanto eufemística, la relación de poderes entre los sexos no tiene porqué ser siempre tan sesgada como ocurre en nuestra sociedad. Así lo han hecho, entre otras, Ursula K. Le Guin en La mano izquierda de la oscuridad (1969), Margaret Atwood en El cuento de la criada (1985) o Sheri S. Tepper en La puerta al país de las mujeres (1988), obras todas ellas inolvidables e imprescindibles."M.Barcelo.
Una solución perversa de las máquinas, de Xavier Alcober Fanjul en El País
TRIBUNA
La tecnología es amoral, pero quizá nuestro siniestro destino sea que estas máquinas lleguen más lejos que nosotros
El ritmo de cambio tecnológico que se perfila actualmente, aunque va a proporcionar muchas ventajas y satisfacciones, también puede desencadenar consecuencias desagradables.
Un avance importante es el que se está produciendo a nivel de las máquinas. Por ejemplo, hasta hace poco, el clásico robot operaba en un área restringida de la fábrica, rodeado de vallas y otros dispositivos de seguridad, con la idea de proteger a las personas que estaban cerca de los mismos. Ahora, con la aparición de los robots colaborativos (cobots), la máquina pasa a relacionarse más estrechamente con el hombre y a compartir el mismo espacio, contribuyendo a liberarlo de tareas ingratas y aumentar su productividad.
Otro avance a destacar es el de la inteligencia artificial. Hasta hace poco se consideraba que la máquina no podría llegar a superar al hombre en determinadas habilidades y actividades; ahora, con un software que aprende y razona cada vez mejor, varias fuentes vaticinan que dentro de tan solo 15 años podrán superar a los humanos en diversos ámbitos cognitivos.
¿Pero qué efecto tendrá toda esta automatización tan intensa y efectiva en el mercado laboral? Hay dos escuelas de pensamiento que intentan dar respuesta a esta incómoda cuestión. Una proclama que, aunque la máquina destruya puestos de trabajo, siempre acaba creando otros nuevos. La otra afirma que la primera es muy optimista, y que eso ahora ha cambiado; en el pasado se producían avances tecnológicos de la máquina graduales, pero ahora este progreso está adquiriendo gran celeridad, con lo que se destruirán muchos más puestos de trabajo de los que se vayan a crear.
Si la realidad impone la segunda tesis, el nuevo paradigma afectará a multitud de profesiones y puestos de trabajo; tocará de pleno a las clases más bajas, pero también a fondo a la clase media. Esta sombría perspectiva se completará con una mayor brecha de desigualdad social y millones de puestos de trabajo con un salario miserable.
Con tales mimbres, el futuro no parece pintar bien para los más jóvenes. Pero puestos a predecir a 15 años, sorpresivamente la tecnología también nos podría proporcionar una ingeniosa solución para este desaguisado social. Eso sí, esta vez hablamos de una solución muy perversa. Veamos en qué consiste.
Según un estudio de Zogby Analytics en EE.UU., el 87% de individuos de la denominada generación Y o del milenio (los nacidos entre 1982 y el 2004), siempre tienen a mano su smartphone, tanto de día como de noche. Lo primero que el 80% de estos jóvenes hacen nada más despertarse es mirar a la pantalla de su móvil; además, el 78% ya le dedican más de dos horas diarias a su smartphone. A nivel funcional, como teléfono lo usan cada vez menos, pero se aplican en desplegar una intensa presencia en las redes sociales, navegar por internet o consumir asiduamente música y video. En definitiva, constituyen una frenética legión de consumidores digitales que complementan su mundo físico con otro digital o virtual.
Las operadoras lo saben y compiten agresivamente para conseguir a estos apetitosos clientes, lo que propicia que haya una amplia oferta de contratos económicos y tarifas planas. A partir de ahí, hay apps y contenidos para todos los bolsillos. Eso sí, el coste económico de vivir en el lado virtual de la vida va disminuyendo progresivamente respecto al lado físico.
En el futuro parece que el balance de tiempo de permanencia entre lo físico y lo virtual seguirá aumentando en favor del segundo. Incluso puede llegar el momento en que, este viejo mundo que conocemos, tan solo sea un complemento de ese paraíso virtual, algo que a muchos les recordará ciertas películas de ciencia ficción que hasta hace poco nos parecían inverosímiles.
Con este planteamiento, es posible que ya estemos asistiendo a la incubación de una alternativa de supervivencia frente a la amenaza de la máquina: un nuevo mundo low cost para nosotros, basado en ese escape virtual hacia adelante, que permita a uno vivir instalado en la pobreza laboral, sobreviviendo al lado de las máquinas, con los recursos justos para llevar a cabo tan solo las actividades más básicas de lo físico, como trabajar, comer o dormir (y poca cosa más). Visto así, acceder a las actividades del mundo físico podría llegar a convertirse en un lujo de primer orden, solo al alcance de unos pocos elegidos (y de las máquinas, por supuesto).
En este insólito escenario también pueden tener cabida los optimistas, que confíen en que el concepto de calidad de vida se transforme a mejor en esas condiciones; pueden llegar a pensar que se generará una mayor riqueza emocional que la que actualmente estamos saboreando. Para los que no sean tan optimistas, conviene recordar que ese futuro mundo virtual es tan real como el físico, aunque no sea del agrado de muchos de nosotros.
Estamos todavía muy lejos de que puedan darse estos escenarios, pero vale la pena reflexionar sobre futuros posibles (sin perder el buen humor). La tecnología es amoral, pero quizá nuestro siniestro destino sea que estas máquinas lleguen más lejos que nosotros, que incluso sean capaces de responder a los grandes retos de la vida, mientras los humanos quedaríamos relegados de esas nobles ambiciones y nos mantendrían entretenidos con un puñado de algoritmos.
Xavier Alcober Fanjul es ingeniero consultor.